Thursday, December 15, 2005

sobre el intelecto y otras inconveniencias.

Héctor Rodríguez.


“¿Que se me da a mi de las inconsistencias de la tradición?”. Formulada la pregunta, Nietszche reflexiona… Quisiera aplicar el mismo cuestionamiento a sabiendas de un ligero desliz: ¿Qué se me da a mí, de las inconsistencias del intelecto? ¿Que se nos da de las inconveniencias de la razón?

No aludo a una práctica sabia del intelecto, sino a una errática, desordenada… detentoria del saber por el saber, de usos inútiles, sin dirección, de escasa credibilidad; ¡en fin!... de ostentados fines. Conozco ese lugar, vengo un poco de esos terrenos helados donde -al parecer- la justificación de la vida misma encuentra su hueco explicativo.

Considero pertinente hacer la reflexión en torno a una mentira; en torno al embuste orgánico de un discurso trillado y matizado con los colores del aristocrático y elegante arte demagógico. Creo en la existencia de cierto refinamiento estético (como alguna vez el mismo Nietszche argumentó, pero en diferentes circunstancias y hacia diferentes fines) alrededor de la retórica intelectual del efímero y concienzudo sibarita de la razón. Tuvo que presentarse una necesidad primitiva, un detonante de tinte arcaico que promoviera semejante mal uso de un potencial intelectual idealizado. Creo saber de un desuso respecto a la balanza que nos conforma; de un vívido desequilibrio que experimentamos las mentes alienadas y ávidas de información, pretendiendo en la conciencia, el saber para el ser. Si en dicha búsqueda fracasaramos, seguramente nos proclamaríamos muertos en vida, muertos progresivos, muertos eventuales... en el presente, nos tornamos pálidos elucubradores que padecen realidad: sufrimos gratuitamente los supuestos efectos de una desprotección ficticia, esquizoide, creada por falsas necesidades de conocimiento provenientes de una espuria fijación aspiracional... semejante demencia produce como resultado la inexpugnable transición en la que pasamos de sujetos, a objetos de nuestra propia miseria racionalista.

Coleccionamos respuestas, las resguardamos en cajas fuertes rumbo a su inscripción en nuestro epitafio. Se tuvo que haber originado un movimiento de inconformidad, una cuadrilla emergente que posibilitara y emancipara los saberes, para después distribuirlos como si en verdad esto fuera posible. Desacredito -en el sentido más categórico del término- este tipo de desarrollo tardío hacia una práctica del intelecto. Critico dicho discurso por ser parte de las acciones encaminadas a desenmascarar una serie de brevedades infantiles que apuntan hacia el descubrimiento de una luz casi inexistente, luz proveniente de una fuente por demás esporádica y desgastada: la de la razón inconstante y relativa. De igual manera, espero conferir a mis argumentos la bizarra pesadez de la duda perecedera, a través de una confesión por demás honesta; quiero salir y solo observar el mundo, sin adjudicarme falsas posturas, falsos incrustes de lógica que griten por su turno.

Acepto todo proceso basado en la lógica, me es delicioso y por demás disfrutable. Gozo de igual manera el hecho de que éstos mismos sean los creadores del discurso cotidiano en gran medida. Siento que en ocasiones anhelamos (a veces con demasiado fervor y otras con angustiosa melancolía) una especie de satisfacción plástica, política, inerme, pueril, al perseguir ideales basados en una existencia marcada por excitaciones ligadas a coherentes atinos, por clímax de congruencia y claridad mentales; observamos un culto exacerbado por la mente, la razón; el tótem encefálico.

En lo absoluto critico al ser equilibrado, al ser coherente y congruente; descalifico la malformación de una práctica obsesiva y forzada del recurso intelectual; veo en dicho estado, una anomalía, una psicopatología que a veces perversa, se torna inmaculada gracias a una mórbida transmutación de los valores naturales. Considero dicho estado como un semiletargo del espíritu vivificador del intelecto, como una obstrucción hacia lo verdaderamente equilibrado, como un absceso, como una llaga. Cito y refiero a lo verdaderamente equilibrado como todo aquello que circunda alrededor del discurso natural de las cosas, todo aquello que inclusive, lo compone y constituye sin corromperlo; que alberga cierta espiritualidad y cierto rito a los valores de la potencia y el vigor humanos. No hay hilo negro, nada nuevo bajo el sol de hecho… Apelo a la razón pues, sin el desgaste que una enfermiza relación con el intelecto supone; por demás está decir que dentro de dicho estado de shock, se procura un placer restaurador que el ego traduce como un poder. Nos convertimos en simplones hedonistas gozosos del dato, en pensadores y filósofos, en enfermos de razón y más razón… dejamos a un lado la sencillez para involucrarnos totalmente con la justificación de nuestras vidas a partir de un “si” y un “no” engordados de conocimiento inservible. Digo inservible, porque de una u otra manera, si no se practica dicho cúmulo de conocimientos, no hay motivos prácticos para retenerlos; sencillamente, nos los llevamos a la tumba. El conocimiento es palabra, es lenguaje… y no existe. Solo es. Contradictoriamente a la crítica que expongo, me he servido del intelecto para reflexionar y razonar en torno al uso y desuso del mismo. No considero aquí un encharque, no un atasque… se gira de repente en círculos viciosos, pero casi siempre logro desconectarme del “enchufe racional” para levitar por lo menos unos minutos fuera del caparazón; orbito en este exquisito sentir que la aceptación de mi mismo me otorga: soy el que se observa atormentado, soy el que voltea y contempla la sencillez de la vida. Un rato después, vuelvo a ser el otro, el que gusta de hacer barro en tinas de oro puro, el mártir que se sufre con suculenta devoción ante el espectáculo que de su vida realiza.

Prescribo una especie de solución al problema que planteo, eso me desencadena y libera del estado semiletárgico al que apunté con anterioridad. Es necesaria la desintoxicación del intelecto, en temporalidades secuenciadas y eventuales. Debemos aprender a morir como intelectuales para poder abrirnos al terreno de las sensaciones, de los sentimientos… finalmente, hay que equilibrar. Busco una especie de salvación, una especie de formula personal que se jacte de una acción clave: la autoaceptación. No somos nuestro cerebro, somos más que eso… no somos lo que conocemos o poseemos, somos antes que nada, un error y un acierto; de ahí partimos. No quisiera meterme en cuestiones que involucraran dentro de este discurso del intelecto, paradigmas filosóficos, ciencias positivistas y demás disertación teórica; sería demasiado. Solo me resta decir que el poder de la razón es solo una millonésima parte del poder que nos conforma como entes terrestres, universales, cósmicos... Basta voltear a nuestro alrededor en este momento… ¿querríamos preguntarnos si en verdad nos es necesario todo aquello que alcanzamos a registrar con la vista?… Inteligimos y transformamos pero, ¿Es ello necesariamente un bien?

Toda nuestra historia natural se aferra en comprobarlo: el intelecto no obra ni agita ya… y sin embargo, que excitante es que nos posea.

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