Thursday, September 08, 2011

Los duelos de Kafka


IV. Sed (extracto)

La vida está en pausa, pensé.  Es un punto en el plano cartesiano; un limbo sin tiempo.  Desperté algo hambriento.  Los rayos del sol inundaban mi rostro mientras me estiraba para acomodar vértebras entumidas que clamaban por descanso ortopédico.  Reincorporé lo que me quedaba de cuerpo y suspiré.  Que mierda.  Me dolía todo.  Recordé cuando habitaba el multifamiliar en Monterrey.  Me resultaron risibles las mentadas insuficiencias materiales de las que llegué a quejarme en aquel momento, mientras me auto-compadecía por no querer ser un lamebotas más del sistema.  Zucaritas con leche en la mañana, luego a la chamba en el bazar de música; break a las dos de la tarde, torta de lomo, regreso al shift vespertino, para después deambular hasta la parada del urbano que me dirigiría al billar de Don Cheto, donde remataba con unas tecates para finalmente llegar a mi cueva y pernoctar, posterior a la zucaritas con leche de la medianoche.  Ahora, aquí, aquello era vida. La miseria que representábamos los olvidados del Monterrey clasista se antojaba ahora una aspiración urgente.  Así desperté esa mañana: con la jeta empolvada y el cuerpo apuñalado por cualquier cantidad de insectos chupasangre; torcido y nostálgico, haciendo apología del flashback.  

Desperté y encontré nada.  Era en el desierto de los discursos que me decían que hacer y cómo hacerlo donde ardía.   Ardían el fuego y las ideas alrededor de la mañana.  Desperté y encontré todo.  Añorar estaba de güeva.  Yo estaba de güeva.  Me levanté por fin para buscar a alguno de los completos extraños con los que ahora compartía el perímetro, con la intención de integrarme a alguna certidumbre convenida, aunque esa idea solo existiera en mi cabeza. ¿Qué hacen estos cabrones todas las mañanas?  ¿Acaso el impulso del desayuno no los hace delirar?    Tal vez yo puedo dejar de almorzar o cenar, pero el desayuno… bueno.  Al menos en todo mi recorrido hasta este punto había tenido la suerte de toparme con algo de cactáceas y arbustos digeribles.  Al salir de la pequeña estructura de adobe donde había franqueado la noche, lo primero que pude ver fue un equino.  Vaya, pensé.  ¿Por qué estas personas no han matado a este animal para comerlo?  Si esto fuera India podría comprender el autosacrificio como una opción viable, o como la única, sin embargo, al ver a ese caballo, comencé a dudar seriamente de estar en el lugar adecuado para intentar sobrevivir.  Segundos después de percatarme del animal aquel, pude observar al cura saliendo de la capilla, encaminándose hacia la bestia.

Todo era tan cómicamente macabro.  La fotografía entera me hacía pensar que éramos objetos y servíamos a una política específica escrita con malicia caótica y divina.  Insistí en el hecho del tiempo, de la quietud.  No había movimiento en ese lugar.  Todas las mañanas podían sintetizarse en una sola; en esa en la que desperté y la vida ya era así.  En aquella en la que pude embarrar el polvo del amanecer  en las paredes y sentir como el observado dejó de ser observador.  Me sentí el anónimo del mundo, y quise escribirlo todo.  Fue ahí cuando entre en trance.  Fue ahí cuando me iluminé.

He aquí el cerebro acostumbrado al letargo que los sedantes de su propia estrechez le producen.  Pero esto no es así por naturaleza, se necesita una voluntad vital por la fatalidad para reducirlo todo a ese estado imposible en el que estar despierto es igual a estar muerto.  Ahí es lugar propicio, lugar de comfort, donde se convierte uno en accesorio de la realidad.  Llegar ahí convertido en objeto requiere de energía mental; hay que conectarse, convencerse de que más allá de la individualidad, no se es más que materia animada.  Hay que dejar de ser un nombre, un conjunto de características, un yo, un ego.  Mover la cabeza, los brazos; trasladarse sin razón, bostezar, suspirar, mutar, verse cambiando de forma, aislarse conscientemente del juicio cotidiano, disfrutar siendo envase,  siendo cuerpo en abandonada acción.  El freak show corpóreo vomitando actos reflejos; impulsos empíricos inútiles: un ejercicio de pocos, de extranjeros, de los que se quieren fósiles por un momento. Por más cuántico que se imagine el viaje, no todo es tan extraterrestre.  Ser parte de la decoración alrededor tiene su valor específico, su belleza.  Darse cuenta de lo que ocurre en las metamorfosis diarias es una felicidad que poca raza se da oportunidad de experimentar.  De cosa a héroe a humano a idiota a genio a víctima a todo a nada a nadie.  El soldado de la realidad per sé no gusta de transitar en su universo estos estratos, generalmente se conforma creyendo ser solo uno de ellos.  Por eso el que canta himnos y se uniforma con los motivos de la grandilocuencia humana, es probable que jamás experimente el gusto de la impermanencia. El objeto o el soldado; el que cree ser objeto y el que ignora ser soldado, los que quieren ser y creen parecer, ambos, la misma cosa falible.  Todo ocurre más allá de las categorías, de los conceptos, de las fobias o apegos.  Todos, la misma cosa humana.  Todos A y B.  Objetos o soldados.  Juntos, en un vértice de mierda y en un paraíso.  Aferrados a la vida en un sistema, queriendo acabar lo más pronto posible con ella.

Así era.  Reflexionaba el cosmos del desierto en espirales que podía incluso tocar con mis propias manos.  Todo lo anterior sucedía en segundos, mientras mi estómago gritaba.  El cura había solo dado unos cuantos pasos antes de reconectarme a la realidad.  Parpadee y retomé el juicio.  Decidí ir a consultar al representante del Dios en quién no creo.  Mientras me acercaba a él, salió la puta de una de las chozas adyacentes a la capilla.  Detuve el paso e hice como si buscara algo en mis bolsillos.  Arena.  Levanté solo un poco la mirada para actualizar la escena.  El padre llevaba consigo una especie de contenedor, un ánfora, y de alguna u otra forma parecía estar ordeñándole orina al equino.  Vaya espectáculo viniendo de un ortodoxo.  Seguí fingiendo demencia.  Volteé mi cuerpo dando la espalda a lo que acababa de presenciar, solo para alzar mi cabeza y entregarle mi rostro al cielo.  Uno, dos, tres…  Helos ahí.  Al continuar mi rumbo hacia donde estaba el cura, me percate de que la puta había cruzado palabra y algo más con él. Ella solo atinó a mirarme con cierto rechazo antes de que pudiera preguntarle al ungido si sabía de algún lugar donde pudiera encontrar vegetación comestible.

-“Hijo mío, el desierto es el infierno.  La palabra de Dios fue extinguida por la ambición del hombre, y su ira va más allá de cualquier castigo comprensible.  Los que entregamos nuestra vida al sendero de la frugalidad sabemos que el pecador cruzó todos los límites, mancillando la bondad infinita del que es elegido.  Yo sacio mi sed con lo que Dios ha creado, aunque ya no sea más uno de sus hijos. Y ahora, nosotros cuatro somos ella, la prostituta; la ramera de babilonia, la sostenida por las bestias y el dragón, la que espera la llegada de Cristo en un caballo blanco para ser ultimada.”-

-“No habrá nueva Jerusalén, padre… pero eso dejó de importar desde hace tiempo, ¿qué no?”-  espeté.  Me ofreció un trago de su elixir de urea.   


Lamento


I
Pulsando las quimeras
Del ruido en su cabeza
El va…

Franqueando las distancias
Inválido, inmoral 
Arde…

Reinventando en sus adentros
Este fuego de portentos  
Que busca la lluvia
En diluvios que den vida

II
Sin ser, busca un nombre
Que defina
La realidad como una excusa más para
Lamerse las heridas,
Las infamias que predica
 Y sin saber
Escribe a su historia un final

Cada impulso de su aliento
Se consume en el intento
Por lograr
Trascender su voluntad

Volver a empezar
Tiembla la tierra detrás de todo andar
Efigies de sal en este altar

III
Caen las paredes
Sobre sus sueños
Pausan los cantos
De mil y un insectos
E insiste en seguir preso
Insomne y jadeante
Creyendo…

Volver a empezar
Escombros de ideas deformes yacerán
y toda nuestra herencia muerta


Sed (Checo's northern border conquest reprise)


Se despidió
De la tarde
Que colgaba
Del techo
Con todo y destellos.

Recontó
Sus pertenencias
Un cigarro
Su guitarra
Y sus convicciones.

Almorzó
El tabaco
Acompañado
De un buche
De sudor y reticencias.

Tuvo que hacerlo
No todo mundo tiene el brío
De enfrentar con palabras

Se encaminó
Hacia el pueblo
Que esperaba
Su vuelta
Con todo y promesa.

Se reafirmó
El derecho
De reclamar
Su parte
Un trago de consciencia.

Va a pescarlo
Roncando fuerte
Y a quemarropa
Tocará
La música maldita

Ya nadie está involucrado
Sus ocho piezas y actitud
Es lo que el norte aguarda

Con Dylan en
La mano izquierda
Y un reloj en la derecha
Checo apuñaló lo cierto.

La visión que
Poder le da
Está rumiando contra el mundo
Nómadas ya lo esperan.

Salivó
Por otro garro
Sólo Cronos
Se da el lujo
De hacerlo coincidir.


¿La independencia de quién?


Apuntes para leerse en voz alta frente al espejo.

México es un país de hartos contrastes, o al menos eso es lo que a mí me grita la realidad en la cara.  Somos ya 112 millones 336 mil  especímenes de todos los colores, clases sociales y costumbres los que día a día continuamos el viaje sicodélico de una existencia definida - antes que todo-, por nuestra mexicanidad; una muy singular.  Estoy convencido de que nuestro temperamento nacional cabe perfectamente en el dicharacho del “chile, mole, pozole”: caricaturesco, alegre, pintoresco, irreverente, creativo y luchón; perfecto todo ello si no fuera porque igualmente cargamos pesados morrales llenos de complejos. 

Rugimos un “¡Viva México cabrones!” con el pecho hinchado, pero el himno nacional lo canturreamos mocho y hemos convertido a Massiosare en un soldado indeseable.  Nos da güeva saludar a la bandera y se nos hace poco práctico cualquier acto cívico.  Esto es así, pero no tendría por qué ser tan terrible.  Hoy, el mexican power es una mezcla de influencias foráneas y tradiciones locales; una especie de spanglish actuado.  Vivimos en la constante fantasía de la ilusión y el eslogan publicitario, y estemos de acuerdo o no, nos aburren las formalidades de la patria y nos entretiene la inmediatez del technicolor.  De ahí que la estridencia de la fiesta nacional este bicentenario “más-uno” sea nuevamente solo eso: mero escándalo.   

Vivan los mexicanos, pues.  Vivan a pesar de México, diría yo.  Y es que muy aparte de cualquier conmemoración o pachanga mariachera, ser ciudadano de esta nación pareciera significar un festejo en sí mismo, una especie de celebración interminable, amenizada por las libertades, placeres y el caos propios del punk ochentero, solamente interrumpida por la clase de problemas que podrían arruinar la juerga de un viernes por la noche.  Es esta celebración de nuestra identidad un espectáculo ciertamente contradictorio, un circo, con orígenes que van más allá del libro de texto. 

Como descendientes directos del mestizaje estaría bueno comenzar a comprender que nuestra historia es mera fatalidad -una relatada con tramposa nostalgia-, y que gracias a ello nos hemos identificado con los vencidos, no con los vencedores, siendo nuestro pueblo producto de ambos.  Decimos que llegaron los españoles y “nos conquistaron”.  ¿Por qué nos llamamos solo conquistados si también somos conquistadores?  ¿Acaso no debemos prácticamente nuestro “look” y cultura al acto globalizador de Colón?  Por eso escribo y lees en español, y por eso nos llamamos Carlos, Rodrigo, Fernando y nos apellidamos Rodríguez, Hernández o Pérez.

El “mejicles”, el “barrio”, el “carnal”, no es más que la clara demostración de una individualidad fraternalmente atormentada.  Hemos hecho de la tragedia una broma; nos burlamos de nosotros mismos, de la muerte; señalamos con humor negro cualquier corrupción o acto de injusticia, aceptamos el destino con resignación y seguimos adelante con la desesperanza y enojo al mínimo cuando aceptamos que “no hay de otra” o que “hay que seguir chingándole”.  Nos gusta hacer pero que no nos hagan, y la agarramos contra el extranjero cuando viene y hace en nuestro país lo que no puede en el suyo, pero ni chiflamos cuando deja su lana al turistear. Le cantamos las mañanitas a la Virgen y le encargamos milagritos a infinidad de santos, solo “pa’ asegurar que las cosas sucedan como Dios manda”. He ahí la cosa muchachos: si nos va bien es producto del esfuerzo propio y la ayuda del cielo y los ángeles; si se nos nubla de a feo, es pura mala suerte, o la mala fe del vecino. 

He leído antes que somos un pueblo infantil.  Esto es casi cierto, al menos para el que esto escribe.  El infante tiende al egocentrismo, al jugueteo permanente y a la posesividad.  Un niño no es libre, no es independiente.  Cuando repetimos el “¡Viva!” después de la letanía que nuestros gobernantes berrean cada 16 de septiembre, lo hacemos como hipnotizados por una pasión nacionalista que podría comparar con el amor del fanático por el futbol.  Ahí está la vibra, cierto, pero un fan del fut no necesariamente juega el deporte, así como un gritón que  festeja a la patria en su cumpleaños no es necesariamente un ciudadano ejemplar, digamos hmmm… en el sentido ético del término. 

Pero esta colección de formas de ser es solo una mancha en el enorme espejo en el que diariamente el mexicano ensaya su diario reflejo.  Porque no somos una imagen, o un color, sino todo el espectro alrededor, y si de algo podemos presumir es de poseer “galleta” para reinventarnos.  Hay considerable raza que lo cree y ahora trabaja por algo mejor.  Estamos aprendiendo a vernos como verdaderos carnales y no solo a llamarnos así entre extraños.  Cada vez somos más los que cantamos Las Golondrinas a la idea una identidad nacional definida a partir de un estereotipo o modelo mental.  Hay que cantarlas, no cabe duda.  Esta rola es el soundtrack de todos y cada uno de los proyectos en marcha que apuestan por la energía renovable, el reciclaje, la participación de todos en la política, la repartición igualitaria del baro, la no discriminación, la justicia, y la puesta en marcha de una consciencia colectiva bien afinada en todas nuestras acciones y decisiones como pueblo.  

Estoy orgulloso de ser mexicano.  Veo más allá de todos nuestros traumas y lastres a 29.7 millones de jóvenes  que tienen la oportunidad de generar un cambio real en las formas de ser y pertenecer a México.  Es la cuarta parte de la población nacional la que se ubica en la zona de penal para meter el gol decisivo.  Son jóvenes y mexicanos los que se encuentran rearmando el rompecabezas social y cultural, demostrando su poder como agentes de cambio político, económico y ambiental, con propuestas viables y originales que sirven de ejemplo e inspiración a todos los que nos hemos acostumbrado a rendirle tributo al “ahí se va”.  Son ellos la raza que ahora saca su banderita cada 16 de septiembre para demostrar que la independencia no debe ser más la kermesse de un hecho histórico á lá cómic, sino una convicción personal; un estado de la mente, con tequila y güaco integrado.  Son ellos a los que el maese Cantinflas diría: “¿no que no, chatos?”


Thursday, March 31, 2011

Los duelos de Kafka


III. El otro yo (extracto)

¿Te has desprendido alguna vez?  No hablo de sueños lúcidos o viajes astrales.  Hablo de la vigilia, de cuando menos te lo esperas, ahí.  Yo puedo hacerlo, cuando quiera.  Soy de los que opina que la ciencia ficción nunca ha sido tan simulada, es solo que hay verdades que solicitan luces de neón.  Con cada acorde que salió de esta guitarra pude replicarme en cientos, en miles; un ejército de mi mismo en el desierto.  ¿Chingón no?  No hay mejor máquina del tiempo que la música.  Dudo mucho que alguna vez lo hayas pensado así, de otra forma hubieses al menos sonreído.  Cuando toco, estoy en todas partes.  La ubicuidad de la que solo Dios es poseedor en la boca y mente de los fundamentalistas pendejos que rezan a la nada, yo la tengo al alcance de mis dedos.  Los futuristas la propusieron en libros y películas, pero con demasiada parafernalia.  No creo ser el único desdichado que se haya dado cuenta del poder que la música tiene.  No es solo vibración o acústica, es todo un tratado cuántico.  Hay veces que siento que puedo ver las ondas viajar.  Capas interminables de ondas sonoras producidas por millones de fuentes alrededor del mundo, discurriendo sin fin, sin muerte.  Una suerte de genialidad sicodélica, ¿no crees?

Wednesday, March 02, 2011

Mediodía

Cruzando la puerta encontré nada.  Es en el desierto de los discursos que me dicen que hacer y cómo hacerlo donde ardo.   Arde el fuego y arden las ideas alrededor del mediodía.  Cruzando la puerta, encontré todo.

política de un objeto



No hay movimiento en este lugar.  Desperté y la vida hoy ya era así.  Pude embarrar el polvo de la mañana  en las paredes y sentir como el observado dejó de ser observador.  He aquí el cerebro acostumbrado al letargo que los sedantes de su propia estrechez le producen.  Pero esto no es así por naturaleza, se necesita una voluntad vital por la fatalidad para reducirlo todo a ese estado imposible en el que estar despierto es igual a estar muerto.  Ahí es lugar propicio, lugar de comfort, donde se convierte uno en accesorio de la realidad.

Llegar ahí convertido en objeto requiere de energía mental; hay que conectarse, convencerse de que mas allá de la individualidad, no se es más que materia animada.  Hay que dejar de ser un nombre, un conjunto de características, un yo, un ego.  Mover la cabeza, los brazos; trasladarse del baño a la cocina sin razón, bostezar, suspirar, mutar, verse cambiando de forma, aislarse conscientemente del juicio cotidiano, disfrutar siendo envase,  siendo cuerpo en abandonada acción.  El freak show corpóreo vomitando actos reflejos; impulsos empíricos inútiles: un ejercicio de pocos, de extranjeros, de los que se quieren fósiles por un momento.

Por más cuántico que se imagine el viaje, no todo es tan extraterrestre.  Ser parte de la decoración alrededor tiene su valor específico, su belleza.  Darse cuenta de lo que ocurre en las metamorfosis diarias es una felicidad que poca raza se da oportunidad de experimentar.  De cosa a héroe a humano a idiota a genio a víctima a todo a nada a nadie.  El soldado de la realidad per sé no gusta de transitar en su universo estos estratos, generalmente se conforma creyendo ser solo uno de ellos.  Por eso el que canta himnos y se uniforma con los motivos de la grandilocuencia humana, es probable que jamás experimente el gusto de la impermanencia.

El objeto o el soldado; el que cree ser objeto y el que ignora ser soldado, los que quieren ser y creen parecer, ambos, la misma cosa falible.  Todo ocurre mas allá de las categorías, de los conceptos, de las fobias o apegos.  Todos, la misma cosa humana.  Todos A y B.  Objetos o soldados.  Juntos, en un vértice de mierda y en un paraíso.  Aferrados a la vida en un sistema, queriendo acabar lo más pronto posible con ella.

Monday, January 24, 2011

polinesia en la dermis


 

Lo quiero, ya!    Idéntico, me vale verga. ;)

Herbert.

No leo mucho, la neta.  Escribo generalmente mezclando palabrotas con cierto estilo, abusando del recurso metafórico y saturando textos con aburridos adjetivos y rebuscamientos que al final terminan por complacerme de manera pendeja.  Aceptar es de "sabios", dicen.  Soy "lirico", lo que quiera que eso signifique.  Yo diría mas bien empírico.    Y no, no leo mucho.  De la microbiblioteca que tengo, puede uno repasar títulos de presuntuosa estampa, justo como el ánimo que -a veces más, a veces menos,- me mueve a teclear.  "Cocaína/Manual de usuario", y las "Crónicas Imaginarias" de Villoro, son los ejemplares que más se alejarían de esta juiciosa etiqueta.      

Fue con "Cocaína/Manual de Usuario", de Julián Herbert, que descubrí la paciencia del lector forzado.  Y es que Herbert se antoja como uno de esos héroes que no saben que lo son, y que es cierto que jamás querrían serlo.  Desenfadado, cínico y mordaz, Herbert es de los pocos escritores por los que ha sucumbido mi güeva a priori respecto de la lectura, tal vez por su marcado humor negro.

En fin, sin más preámbulo mamón, compártoles aqui un texto biográfico escrito por este vale en 2009 y publicado en la revista Letras Libres.  Se recomienda soundtrack rocker de fondo a bajo volumen e ingesta de cerveza obscura, trago por párrafo.




Mamá Leucemia


Julián Herbert.



Madre sólo hay una. Y me tocó.
Armando J. Guerra


Mamá nació el 12 de diciembre de 1942 en la ciudad de San Luis Potosí. Previsiblemente, fue llamada Guadalupe. Guadalupe Chávez Moreno. Sin embargo, ella asumió –en parte por darse una aura de misterio, en parte porque percibe su existencia como un evento criminal– un sinfín de alias a lo largo de los años. Se cambiaba de nombre con la desfachatez con que otra se tiñe o riza el pelo. A veces, cuando llevaba a sus hijos de visita con los amigos narcos de Nueva Italia, las fugaces tías políticas de Matamoros o Villa de la Paz o las señoritas viejas de Irapuato para las que había sido sirvienta cuando recién huyó de casa de mi abuela (hay una foto: tiene catorce años, está rapada y lleva una blusa con aplicaciones que ella misma incorporó a la tela), nos instruía:

–Aquí me llamo Lorena Menchaca y soy prima del famoso karateca.

–Aquí me dicen Vicky.

–Acá me llamo Juana, igual que tu abuelita.

(Mi abuela, comúnmente, la llamaba “Condenada Maldita” mientras la sujetaba de los cabellos para arrastrarla por el patio, estrellándole el rostro contra las macetas.)

La más constante de esas identidades fue “Marisela Acosta”. Con ese nombre, mi madre se dedicó durante décadas al negocio de la prostitución.

No sé en qué momento se volvió Marisela; así se llamaba cuando yo la conocí. Era bellísima: bajita y delgada, con el cabello lacio cayéndole hasta la cintura, el cuerpo macizo y unos rasgos indígenas desvergonzados y relucientes. Tenía poco más de treinta años pero parecía una veinteañera. Era muy agogó: aprovechando que tenía caderas anchas, nalgas bien formadas y un estómago plano, se vestía sólo con jeans y un ancho paliacate cruzado sobre sus magros pechos y atado por la espalda.

De vez en cuando se hacía una cola de caballo, se calzaba unos lentes oscuros y, tomándome de la mano, me llevaba por las deslucidas calles de la zona de tolerancia de Acapulco –a las siete de la mañana, mientras los últimos borrachos abandonaban La Huerta o el Pepe Carioca y mujeres envueltas en toallas asomaban a los dinteles metálicos de cuartos diminutos para llamarme “bonito”– hasta los puestos del mercado, sobre la avenida del Canal. Con el exquisito abandono y el spleen de una puta desvelada, me compraba un Chocomilk licuado en hielo y dos cuadernos para colorear.

Todos los hombres viéndola.

Pero venía conmigo.

Ahí, a los cinco años, comencé a conocer, satisfecho, esta pesadilla: la avaricia de ser dueño de algo que no logras comprender.

 

2

De niño me llamaba Favio Julián Herbert Chávez. Ahora me dicen en el registro civil de Chilpancingo que siempre no: el acta dice “Flavio”, no sé si por maldad de mis papás o por error de los nuevos o los viejos burócratas: no logro distinguir (entre las toneladas de mierda publicitaria gubernamental y los hipócritas videoclips de viva la familia que lanza Televisa –¿cuál familia? La única Familia bien avenida del país radica en Michoacán, es un clan del narcotráfico y sus miembros se dedican a cercenar cabezas) a los unos de los estos y los otros. Con ese nombre, “Flavio”, tuve que renovar mi pasaporte y mi credencial de elector. Así que todos mis recuerdos infantiles vienen, fatalmente, con una errata. Mi memoria es un letrero escrito a mano sobre cartón y apostado a las afueras de un aeropuerto equipado con Prodigy Móvil, Casa de Bolsa y tienda Sanborns: “Biembenidos a México”.

Nací el 20 de enero de 1971 en la ciudad y puerto de Acapulco de Juárez, Guerrero. A los cuatro años conocí a mi primer muerto: un ahogado. A los cinco, a mi primer guerrillero: Kito, el hermano menor de mi madrina Jesu, que cumplía sentencia por el asalto a un banco. Pasé mi infancia viajando de ciudad en ciudad mexicana, de putero en putero, siguiendo las condiciones nómadas que le imponía a nuestra familia la profesión de mi mamá. Viajé desde el sur profundo, año con año, armado de una ardiente paciencia, hasta arribar a las espléndidas ciudades del norte.

Pensé que nunca saldría del país. Pensé que nunca saldría de pobre. He trabajado –lo digo sin ofensa, parafraseando a un ilustre estadista mexicano, ejemplo de la sublime idiosincrasia nacional– haciendo cosas que ni los negrosquisieran hacer. Tuve siete mujeres –Aída, Sonia, Patricia, Ana Sol, Anabel, Lauréline y Mónica– y muy escasas amantes ocasionales. He tenido dos hijos: Jorge, que ahora tiene casi diecisiete años (nació cuando yo tenía veintiuno), y Arturo, que cumplirá quince. Voy a ser papá por tercera ocasión en septiembre, un año justo antes del bicentenario: que no se diga que nunca fui un patriota. He sido adicto a la cocaína a lo largo de algunos de los lapsos más felices y atroces de mi vida: sé lo que se siente surfear sobre los hombros de eso que Dexter Morgan llamó the dark passenger.

Una vez ayudé a recoger un cadáver de la carretera; fumé cristal de un foco; hice una gira de quince días como vocalista de un grupo de rock; fui a la universidad y estudié literatura; he bebido ajenjo hasta la ceguera mientras caminaba por el Spandau de Berlín; pasé una piedra de opio por la aduana de La Habana distrayendo al oficial con mi camiseta del equipo de beisbol Industriales; perdí el concurso de aprovechamiento escolar cuyo premio era conocer a Miguel de la Madrid Hurtado; soy zurdo. Ninguna de esas cosas me preparó para la noticia de que mi madre padece de leucemia. Ninguna de esas cosas hizo menos sórdidos los cuarenta días y noches que pasé en vela junto a su cama, Noé surcando un diluvio de química sanguínea, cuidándola y odiándola, viéndola enfebrecer hasta la asfixia, notando cómo se quedaba calva.

Soy un tipo que viaja, hinchado de vértigo, del sur hacia el norte. Mi tránsito ha sido un regreso desde las ruinas de la antigua civilización hacia la conquista de un Segundo Advenimiento de los Bárbaros: Mercado Libre; usa; la muerte de tu puta madre.

 

3

No tengo mucha experiencia con la muerte. Supongo que eso podría convertirse, eventualmente, en un grave problema de logística. Debí haber practicado con algún primo yonqui o abuela deficiente coronaria. Pero no. Lo lamento, carezco de currículum. Si sucede, debutaré en las Grandes Ligas: sepultando a mamá.

Un día estaba tocando la guitarra cuando llamaron a la puerta. Era la vecina. Sollozaba.

–Te queremos pedir que ya no toques la guitarra. A Cuquín lo machucó un camión de Coca Cola. Lo mató. Desde hace rato estamos velándolo en la casa.

Yo tenía quince años y era una cigarra. Les corrí la cortesía de callarme. Me puse a cambio, en el walkman, el Born in the U.S.A.

Al rato, volvieron a llamar con insistencia. Era mi tocayo, hijo de la vecina y hermano mayor del niño difunto. Dijo:

–Acompáñame a comprar bolsas de hielo.

Me puse una camiseta –era verano: en el verano de 47 grados del desierto de Coahuila uno en su casa vive semidesnudo–, salté la reja y caminé junto a él hasta el expendio de cerveza.

Me explicó:

–Está empezando a oler. Pero mamá y papá no quieren darse cuenta.

Compramos cuatro bolsas de hielo. Al regreso, mi tocayo se detuvo en la esquina y comenzó a llorar. Lo abracé. Nos quedamos así largo rato. Luego alzamos del suelo las bolsas y lo acompañé a su casa. Del interior de esta emergían llantos y gritos. Le ayudé con los bultos hasta el porche, di las buenas tardes y volví a mis audífonos.

Recuerdo hoy el suceso porque algo semejante me ocurrió la otra noche: salí a comprar agua al Oxxo frente al hospital en el que está internada mi madre. De regreso, noté a un peatón sorteando a duras penas el tráfico de la avenida. En algún momento, poco antes de llegar hasta donde yo estaba, se detuvo entre dos autos. Los cláxones no se hicieron esperar. Dejé sobre la acera mis botellas de agua, me acerqué a él y lo jalé con suavidad hasta la banqueta. En cuanto sintió mi mano, deslizó ambos brazos alrededor de mi tórax y se largó a llorar. Murmuraba algo sobre su “chiquita”; no supe si se trataba de una hija o una esposa. Preguntó si podía obsequiarle una tarjeta telefónica. Se la di. Hay algo repugnante en el abrazo de quien llora la pérdida de la vida: te sujetan como si fueras un pedazo de carne.

No sé nada de la muerte. Sólo sé de la mortificación.

 

4

De niño quería ser científico o doctor. Un hombre de bata blanca. Más pronto que tarde descubrí mi falta de aptitudes. Me tomó años aceptar la redondez de la Tierra. Mejor dicho, no lograba pensar en la Tierra como una esfera.

Fingí que estaba de acuerdo durante mucho tiempo. Una vez en el salón (uno de tantos, porque cursé la primaria en ocho escuelas distintas) expliqué frente al grupo, sin pánico escénico, los movimientos de traslación y rotación. Como indicaba el libro, mostré gráficamente estos procesos atravesando con mi lápiz una naranja decorada con crayón azul. Procuraba memorizar las cuentas ilusorias, las horas y los días, el tránsito del sol; los gajos de cada giro. Pero, por dentro, no: vivía con esa angustia orgullosa y lúcida que hizo morir desollados, a manos de san Agustín, a no pocos heresiarcas.

Mamá fue la culpable: viajábamos tanto que para mí la Tierra era un cuenco gigante limitado en todas direcciones por los rieles del ferrocarril. Vías curvas, rectas, circulares, aéreas, subterráneas. Atmósferas ferrosas y flotantes que hacían pensar en una película de catástrofes donde los hielos del Polo chocan entre sí. Límites limbo como un túnel, celestes como un precipicio tarahumara, crocantes como un campo de alfalfa sobre el que los durmientes zapatean. A veces, subido en una roca o varado en un promontorio de la costera Miguel Alemán, miraba hacia el mar y me parecía ver vagones amarillos y máquinas de diesel con el emblema “N de M” traqueteando espectrales más allá de la brisa. A veces, de noche, desde una ventanilla, suponía que las luciérnagas bajo un puente eran esas galaxias vecinas de las que hablaba mi hermano mayor. A veces, mientras dormía junto a mamá tirado en un pasillo metálico, o contrahecho sobre una dura butaca de madera, el silbato me avisaba que podríamos caer al hiperespacio, que estábamos en el borde. Un día, mientras el tren hacía patio en Paredón para realizar el switch de rieles, llegué a la conclusión de que la forma y el tamaño del planeta cambiaban a cada segundo.

Todo esto es estúpido, claro. Me da una lástima bárbara.

Me da lástima, sobre todo, por mamá. Ahora que la veo desguanzada en esa cama, inmóvil, rodeada de venopacks traslúcidos manchados de sangre seca. Con moretones en ambos brazos, agujas, trozos de plástico azules y amarillos y letreritos a pluma bic sobre la cinta adhesiva: Tempra de 1 g, Ceftazidima, Citarabina, Antraciclina, Ciprofloxacino, Doxorrubicina, soluciones mixtas en bolsas negras para proteger de la luz a los venenos que le inyectan. Llorando porque su hijo más amado y odiado –el único que alguna vez pudo salvarla de sus pesadillas, el único a quien le ha gritado “tú ya no eres mi hijo, cabrón, tú no eres más que un perro rabioso”– tiene que darle de comer en la boca, mirar sus pezones marchitos al cambiarle la bata, llevarla en peso hasta el baño y escuchar (y oler, con lo que ella odia el olfato) cómo caga. Sin fuerzas. Borracha de tres trasfusiones. Esperando, atrincherada en el tapabocas, a que le extraigan una muestra de médula ósea.

Lamento no haber sido, por su culpa (por culpa de su histérica vida de viajes a través de todo el santo país en busca de una casa o un amante o un empleo o una felicidad que en esta Suave Patria no existieron nunca), un niño modelo; uno capaz de creer en la redondez de la Tierra. Científico o doctor. Un hombre de bata blanca que pudiera explicarle algo. Recetarle algo. Consolarla con un poco de experiencia y sabiduría e impresionantes máquinas médicas en medio de esta hora en que su cuerpo se estremece de jadeos y pánico a morir.

 

5

En mi último año de adolescencia, a los dieciséis, hubo un segundo cadáver en mi barrio. Tampoco me atreví a ver su ataúd porque, incluso ahora, conservo la sensación de haber formado parte de un azaroso plan para su asesinato. Se llamaba David Durand Ramírez. Era más chico que yo. Murió un día de septiembre de 1987, a las ocho de la mañana, de un tiro realizado con escuadra automática calibre 22. Su desgracia influyó para que mi familia emigrara a Saltillo y yo estudiara literatura y eligiera un oficio y, eventualmente, me sentara en el balcón de la leucemia a narrar la increíble y triste historia de mi madre. 
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Pero, para explicar cómo marcó mi vida la muerte de David Durand, tengo que empezar antes: varios años atrás.

Todo esto sucedió en Ciudad Frontera, un pueblo de unos quince o veinte mil habitantes surgido al amparo de la industria metalúrgica de Monclova, Coahuila. Mi familia vivió en ese lugar sus años de mayor holgura, y también todo el catálogo de las vejaciones.

Llegamos ahí tras la ruina de los prostíbulos en Lázaro Cárdenas. Mamá nos trajo en busca de magiasimpatética: pensaba que en este pueblo, donde también se erigía una siderúrgica, regresaría a nuestro hogar la bonanza de los tiempos lazarenses anteriores a la Ley Seca impuesta por uno de los políticos priistas más conservadores de aquel entonces: el gobernador Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano.

Al principio, no se equivocó: en un prostíbulo llamado Los Magueyes conoció a don Ernesto Barajas, un anciano ganadero de la zona. Él empezó a frecuentarla como a una puta cualquiera, pero al paso de los meses se dio cuenta de que mamá no era tonta: leía mucho, poseía una rara facilidad para la aritmética y, suene esto a lo que suene, era una mujer de principios inquebrantables. Era, sobre todo, incorruptible cuando se hablaba de finanzas –algo que en este país lo vuelve casi extranjero a uno.

Don Ernesto la contrató como sus ojos y oídos en un par de negocios: otro prostíbulo y la única gasolinera del pueblo. Le ofreció un sueldo justo y un trato afectuoso (lo que no evitaba que, luego de cuatro tequilas, procurara meterle mano, afanes que ella debía sortear sin perder el trabajo ni la compostura).

Marisela Acosta estaba feliz. Organizó a sus hijos para que se cuidaran los unos a los otros con tal de no dilapidar más dinero en nanas neuróticas. Rentó una casa con tres recámaras y un patiecito. Adquirió algunos muebles y una destartalada Ford azul cielo. Trajo tierra negra cultivada en un vivero de Lamadrid y con ella sembró, al fondo del solar, un pequeño huerto de zanahorias que no crecieron nunca. El nombre de nuestro barrio era ominoso: El Alacrán. Pero, por cursi que suene (y sonará: ¿qué más podría esperarse de una historia que transcurre en la Suave Patria?), vivíamos en la esquina de Progreso y Renacimiento. Ahí, entre 1979 y 1981, sucedió nuestra infancia: la de mi madre y la mía.

Luego vino la crisis del 82 y, dentro de mi panteón infantil, José López Portillo ingresó a la posteridad (son palabras de mi madre) como El Gran Hijo de Puta. Don Ernesto Barajas quebró en los negocios suburbanos; se volvió a su ganado y despidió a Marisela. Mantuvimos montada la casa, pero empezamos a trashumar de nuevo: Acapulco, Oaxaca, San Luis, Ciudad Juárez, Sabinas, Laredo, Victoria, Miguel Alemán. Mamá intentó, por enésima vez, ganarse el sustento como costurera en una maquiladora de Teycon que había en Monterrey. Pero la paga era criminal y la contrataban a destajo, dos o tres turnos por semana. Así que terminaba regresando a los prostíbulos diurnos de la calle Villagrán, piqueras sórdidas que a media mañana se atiborraban de soldados y judiciales más interesados por las vestidas que por las mujeres, lo que le daba a la competencia un aire violento y miserable.

Pronto fue imposible seguir pagando la renta de la casa. A finales del 83 nos desahuciaron y embargaron todas nuestras posesiones. Casi todas: a petición expresa, el actuario me permitió sacar algún libro antes de que la policía trepara los triques al camión de la mudanza. Tomé los dos más gordos: las Obras completas de Wilde en edición de Aguilar y el tomo número 13 de laNueva Enciclopedia Temática. (La literatura siempre ha sido buena conmigo: si tuviera que volver a ese instante sabiendo lo que sé ahora, escogería exactamente los mismos libros.)

Pasamos tres años de miseria absoluta. Mamá había adquirido una propiedad sobre terrenos ejidales en conflicto, pero no poseíamos en ese solar más que dunas enanas, cactáceas muertas, medio camión de grava, trescientos blocks y dos bultos de cemento. Erigimos un cuartito sin cimientos que me llegaba más o menos al hombro y le pusimos láminas de cartón como techo. No teníamos agua ni drenaje ni luz. Jorge, mi hermano mayor, dejó la prepa y encontró trabajo paleando nixtamal en la tortillería de un comedor industrial. Saíd y yo cantábamos en los camiones a cambio de monedas.

Al año, Jorge explotó: cogió algo de ropa y se fue de la casa. Tenía diecisiete. Volvimos a tener noticias suyas en su cumpleaños veintitrés: acababan de nombrarlo gerente de turno en el hotel Vidafel de Puerto Vallarta. Aclaraba en su carta que era un trabajo temporal.

–Nací en México por error –me dijo una vez–. Pero un día de estos voy a enmendarlo para siempre.

Y lo hizo: antes de los treinta emigró a Japón, donde sigue viviendo.

No puedo hablar de mí ni de mi madre sin hacer referencia a esa época: no por lo que tiene de patetismo y tristeza, sino porque se trata de nuestra versión mexican curious del Dhammapada. O mejor y más vulgar: de la película de karatecas místicos La cámara 36 de Shaolin. Tres años de pobreza extrema no destruyen. Al contrario: despiertan en uno cierta clase de lucidez visceral.

Cantando en los autobuses intermunicipales que trasladaban al personal de AHMSA de vuelta al archipiélago reseco de los pueblos vecinos (San Buenaventura, Nadadores, Cuatro Ciénegas, Lamadrid, Sacramento) Saíd y yo conocimos dunas de arena casi cristalina, cerros negros y blancos, profundas nogaleras, un río llamado Cariño, pozas de agua fósil con estromatolitos y jirafudas tortugas de bisagra... Teníamos nuestro propio dinero. Comíamos lo que se nos daba la gana. Decía el estribillo con el que concluíamos todas nuestras interpretaciones: “esto que yo ando haciendo/ es porque no quiero robar”. Aprendimos a pensar como artistas: vendemos una zona del paisaje.

A veces soplaba nuestra versión coahuilteca del simún. Soplaba fuerte y arrancaba las láminas de cartón que cubrían el jacal donde vivíamos. Saíd y yo corríamos entonces detrás de nuestro techo, que daba vueltas y volaba bajito por en medio de la calle.

Entre 1986 (el año del Mundial) y 1987 (el año en que David Durand murió), las cosas mejoraron: rentamos una casa, compramos algunos muebles y reingresamos paulatinamente a la categoría de “gente pobre pero honrada”. Salvo que Marisela Acosta, sin que la mayoría de los vecinos lo supiera, debía acudir cuatro noches por semana a los prostíbulos de la vecina ciudad de Monterrey en busca del dinero con el que nos enviaba a la escuela.

Yo iba al primer año de prepa y, pese al estigma de haber sido un niño pordiosero ante los ojos de medio pueblo, había logrado poco a poco volverme amigo de los Durand, una familia de rubios descendientes de franceses sin mucho dinero pero bastante populares.

Una noche Gonzalo Durand me pidió que lo acompañara a La Acequia. Iba a comprar una pistola.

Gonzalo era una especie de macho alfa para el clan esquinero que nos reuníamos por las noches a fumar mariguana y piropear a las niñas que salían de la secu. No sólo era el mayor: también el mejor para pelear y el único que contaba con un buen empleo, operador de la desulfuradora en el Horno Cinco de AHMSA. Acababa de cumplir los diecinueve. La edad de las ilusiones armadas.

Los elegidos para compartir su rito de pasaje fuimos Adrián y yo. Nos enfilamos en un Maverick 74 chocolate al barrio de junto. Primero le ofrecieron un revólver Smith & Wesson (“Es Mita y Hueso”, decía el vendedor con voz pastosa, seguramente hasta el culo de jarabe para la tos). Luego le mostraron la pequeña escuadra automática. Se enamoró de ella enseguida. La compró.

Al día siguiente, Adrián vino a verme y dijo:

–Sucedió una desgracia. A Gonzalo se le fue un tiro y mató al Güerillo mientras dormía.

La primera imagen que me vino a la cabeza fue ominosa: Gonzalo, sonámbulo, acribillando a su familia... Pero no: Gonzalo salió del turno de tercera y, desvelado y ansioso, se apresuró a llegar a casa, trepó a su litera y se puso a limpiar la pistola. Una bala había entrado a la recámara. Él, que no entendía de armas, ni se enteró. En algún momento, la escuadra se le fue de las manos. Tratando de sujetarla, accidentalmente disparó. El proyectil impactó en el vientre de su hermano pequeño, que dormía en la litera de abajo.

David Durand tendría ¿qué? ¿Catorce años? Una vez se había fugado con la novia. Quesque quería casarse. Los respectivos padres les dieron de cuerazos a los dos.

Adrián y yo asistimos al funeral, pero no nos atrevimos a entrar al velatorio. Temíamos que en cualquier momento alguien nos preguntara: ¿de dónde sacó este cabrón una pistola?...

Gonzalo estuvo preso, creo, un par de meses. Eso fue lo último que supe de él. Mamá, muy seria, me dijo:

–Pobre de ti si un día te cacho mirando armas de fuego o juntándote de nuevo con las lacras.

Trascurrió el resto del año. Un día, poco antes de navidad, mamá llegó a casa muy temprano y aún con aliento alcohólico. Saíd y yo dormíamos en la misma cama, abrazados para combatir el frío. Ella encendió la luz, se sentó junto a nosotros y espolvoreó sobre nuestras cabezas una llovizna de billetes arrugados. Tenía el maquillaje de un payaso y sobre su frente se apreciaba una pequeña herida roja.

Dijo:

–Vámonos.

Y así, sin siquiera empacar o desmontar la casa, huimos del pueblo de mi infancia.

De vez en cuando vuelvo a Monclova a dar una conferencia o a presentar un libro. Hay ocasiones en que pasamos en auto por la orilla de Ciudad Frontera, de camino a las pozas de Cuatro Ciénegas o a recolectar granadas en el rancho de Mabel y Mario, en Lamadrid. Le digo a Mónica, mientras circulamos por el libramiento Carlos Salinas de Gortari: “Detrás de este aeropuerto transcurrió mi niñez.” Ella responde: “Vamos.” Yo le digo que no.

¿Para qué?

 

6

Salgo del hospital luego de 36 horas de guardia. Mónica pasa por mí. La luz de la vida real me parece tosca, como una leche bronca pulverizada y hecha atmósfera. Mónica dice que está juntando las facturas por si resultan deducibles de impuestos; que mi ex patrón le prometió cubrir, a nombre del instituto de cultura, al menos una parte de los gastos; que Maruca se ha portado bien pero me extraña horrores; que están recién regados el jardín, la ceiba, la jacaranda. No entiendo lo que dice (no logro hacer la conexión) pero respondo sí a todo. Agotamiento. Hacen falta la destreza de un funámbulo y el furor de un desequilibrado para dormitar sobre una silla sin descansabrazos, lejos del muro y muy cerca del reggaetón que trasmite la radio desde la centralita de enfermeras: mírala mírala cómo suda y cómo ella se desnuda ella no sabe que a mí se me partió la tuba.

Una voz dentro de mi cabeza me despertó a mitad de la madrugada. Decía: “No tengas miedo. Nada que sea tuyo viene de ti.” Me di un masaje en la nuca y volví a cerrar los ojos: supuse que sería un koan de mercachifles dictado por la adivina Mizada Mohamed desde el televisor encendido en el cuarto de junto. No es la realidad lo que lo vuelve cínico a uno; es esta dificultad para conciliar el sueño en las ciudades.

Llegamos a casa. Mónica abre el portón, encierra el Atos y dice:

–Si quieres, después de almorzar, puedes venir un ratito al jardín para leer y tomar algo de sol.

Desearía burlarme de mi mujer por decir cosas tan cursis. Pero no tengo fuerzas. Además, el sol cae con un bliss palpable sobre mis mejillas. Sobre el césped recién regado. Sobre las hojas de la jacaranda... Me derrumbo en la hierba. Maruca, nuestra perra, sale a recibirme haciendo cabriolas. Cierro los ojos. Ser cínico requiere de retórica. Tomar el sol, no. ~


 http://www.letraslibres.com/index.php?art=14024

 

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Julián Herbert nació en Acapulco en 1971. En 1989 se asentó en Coahuila, donde estudió la carrera de letras y radica todavía. Ha sido editor, promotor cultural y colaborador de numerosas publicaciones. Como escritor, su perfil es múltiple: va de la poesía (El nombre de esta casa, 1999; La resistencia, 2003; Kubla Khan, 2005) al cuento (Cocaína / Manual de usuario, 2006), la novela (Un mundo infiel, 2004), la traducción y la crítica literaria. Participa activamente en proyectos interdisciplinarios, que pueden verse en caballeriza.blogspot.com

Ser un país.


para Argelia.

Caminar. 
No acostumbro a consultar brújulas para llegar a los lugares que me regalas.  Eres todos los días, un país.  La acotación de geografías que me antojan recorridos largos, atardeceres en pausa y cielos congelados en azules nunca vistos.  Eres la patria descubierta, el terruño que jamás podré colonizar; los destinos dulces del porvenir y el accidente fácil de ocasionar.  Y en este viaje, amo ser tu único habitante.  Eres los cuatro puntos cardinales del errante que te camina por encima, que dormita bajo tu vegetación y come y bebe de tus licores.  Eres norte y sur del orbe que en vida descubro a través de ciudades blandas erigidas en tierras de clima salvaje.

Subo a la frontera del espacio para comprender tu historia y dialogar con las aves de tu imaginación; para fundir la pasión de mis palabras con la belleza de tus silencios, porque quiero en el tiempo ser la persona necesaria en los gobiernos que sueñas, y ayudarte a escribir las fábulas del futuro que hoy transito mientras viajo.

Voy al sur para eternizarme en ti.  Voy para estrellarme en tu cosmos y hundir mi humanidad en placeres interminables, impostergables. Porque ahí pertenezco, de ahí provengo.  Del hogar que me ofrecen los olores y sonidos dulces de tu hemisferio ineludible.

Vivo en un país hermoso, delicado, independiente.  Vivo en el, en franca anarquía consensuada que hace única la experiencia de este, tu viajero de lo estético.  No reglas, no política, no condiciones: solo simple, puro, llano y entero amor. 


Boreal


a mi flaca cósmica.


Llegaste llena de astros en la cara.  Eras la extranjera; la mujer de nadie, la guerrera que observé desde el estrado.
Fuiste el tiempo caminando en tacones que no dejaban rastro, 
que burlaban el camino alrededor, 
que soñaban pasos en la arena...

Fuiste la extraña; la nueva: la madre que escaló días y noches sin rapel, buscando un planeta conveniente,
explorando intrincados laberintos,
investigando los porqués de la ficción; 
del amor que no es,
de la fe
del dolor concentrado en la boca del estómago
del agua de tus párpados...
y ahí estuve, siempre a un lado, guardándote en la región de mis pupilas
pensando que nadie con ese almíbar en los ojos debería ser tan trágico...
pensando que nadie con cometas en el rostro visita tan a menudo colores opacos
pensando que no deberías ser tú el astro que se encuentra y colisiona consigo mismo

Te vi... toda
te sentí en cada choque,
en cada suspiro que regalaste, 
en cada palabra entrecortada que ofreciste a quemarropa

Fue el claroscuro de tu historia, 
el largo de tu cabello, 
la definición de tus hermosas comisuras, lo que pudo haberme eborrachado.

Más allá de la frontera donde hundí las plantas de mis pies, 
ahí, en cualquier terreno infértil 
sembraste flores que nadie corta

Un campo con orquídeas de mil colores y olores
al que nadie se puede resistir
y nadie fui yo  
y soy todo 
y en esta versión mejorada de mi, existes tu 
y en esta reinvención hemos dejado de viajar en círculos para por fin despegar.

Es ahora que somos uno y dos; la paridad; la equivalencia: la consonancia que crea el uno en el que estamos regocijándonos.

Este es nuestro tiempo
y esta es nuestra historia en el tiempo  
Porque somos torrente de estrellas ahora  



Llegaste llena de luces en la cara... 
Y ahora eres norte: mi polo, el equinoccio necesario 
la aurora en todo este cielo que quise ser
y que ahora somos.