IV. Sed (extracto)
La vida está en
pausa, pensé. Es un punto en el plano cartesiano; un limbo sin tiempo.
Desperté algo hambriento. Los rayos del sol inundaban mi rostro
mientras me estiraba para acomodar vértebras entumidas que clamaban por
descanso ortopédico. Reincorporé lo que me quedaba de cuerpo y
suspiré. Que mierda. Me dolía todo. Recordé cuando habitaba el
multifamiliar en Monterrey. Me resultaron risibles las mentadas
insuficiencias materiales de las que llegué a quejarme en aquel momento,
mientras me auto-compadecía por no querer ser un lamebotas más del
sistema. Zucaritas con leche en la mañana, luego a la chamba en el
bazar de música; break a las dos de la tarde, torta de lomo, regreso al shift
vespertino, para después deambular hasta la parada del urbano que me
dirigiría al billar de Don Cheto, donde remataba con unas tecates para
finalmente llegar a mi cueva y pernoctar, posterior a la zucaritas con
leche de la medianoche. Ahora, aquí, aquello era vida. La miseria que
representábamos los olvidados del Monterrey clasista se antojaba ahora
una aspiración urgente. Así desperté esa mañana: con la jeta empolvada y
el cuerpo apuñalado por cualquier cantidad de insectos chupasangre;
torcido y nostálgico, haciendo apología del flashback.
Desperté
y encontré nada. Era en el desierto de los discursos que me decían que
hacer y cómo hacerlo donde ardía. Ardían el fuego y las ideas
alrededor de la mañana. Desperté y encontré todo. Añorar estaba de
güeva. Yo estaba de güeva. Me levanté por fin para buscar a alguno de
los completos extraños con los que ahora compartía el perímetro, con la
intención de integrarme a alguna certidumbre convenida, aunque esa idea
solo existiera en mi cabeza. ¿Qué hacen estos cabrones todas las
mañanas? ¿Acaso el impulso del desayuno no los hace delirar? Tal vez
yo puedo dejar de almorzar o cenar, pero el desayuno… bueno. Al menos
en todo mi recorrido hasta este punto había tenido la suerte de toparme
con algo de cactáceas y arbustos digeribles. Al salir de la pequeña
estructura de adobe donde había franqueado la noche, lo primero que pude
ver fue un equino. Vaya, pensé. ¿Por qué estas personas no han matado
a este animal para comerlo? Si esto fuera India podría comprender el
autosacrificio como una opción viable, o como la única, sin embargo, al
ver a ese caballo, comencé a dudar seriamente de estar en el lugar
adecuado para intentar sobrevivir. Segundos después de percatarme del
animal aquel, pude observar al cura saliendo de la capilla,
encaminándose hacia la bestia.
Todo era tan cómicamente
macabro. La fotografía entera me hacía pensar que éramos objetos y
servíamos a una política específica escrita con malicia caótica y
divina. Insistí en el hecho del tiempo, de la quietud. No había
movimiento en ese lugar. Todas las mañanas podían sintetizarse en una
sola; en esa en la que desperté y la vida ya era así. En aquella en la
que pude embarrar el polvo del amanecer en las paredes y sentir como el
observado dejó de ser observador. Me sentí el anónimo del mundo, y
quise escribirlo todo. Fue ahí cuando entre en trance. Fue ahí cuando
me iluminé.
He aquí el cerebro acostumbrado al letargo que los sedantes de su propia estrechez le producen. Pero esto no es así por naturaleza, se necesita una voluntad vital por la fatalidad para reducirlo todo a ese estado imposible en el que estar despierto es igual a estar muerto. Ahí es lugar propicio, lugar de comfort, donde se convierte uno en accesorio de la realidad. Llegar ahí convertido en objeto requiere de energía mental; hay que conectarse, convencerse de que más allá de la individualidad, no se es más que materia animada. Hay que dejar de ser un nombre, un conjunto de características, un yo, un ego. Mover la cabeza, los brazos; trasladarse sin razón, bostezar, suspirar, mutar, verse cambiando de forma, aislarse conscientemente del juicio cotidiano, disfrutar siendo envase, siendo cuerpo en abandonada acción. El freak show corpóreo vomitando actos reflejos; impulsos empíricos inútiles: un ejercicio de pocos, de extranjeros, de los que se quieren fósiles por un momento. Por más cuántico que se imagine el viaje, no todo es tan extraterrestre. Ser parte de la decoración alrededor tiene su valor específico, su belleza. Darse cuenta de lo que ocurre en las metamorfosis diarias es una felicidad que poca raza se da oportunidad de experimentar. De cosa a héroe a humano a idiota a genio a víctima a todo a nada a nadie. El soldado de la realidad per sé no gusta de transitar en su universo estos estratos, generalmente se conforma creyendo ser solo uno de ellos. Por eso el que canta himnos y se uniforma con los motivos de la grandilocuencia humana, es probable que jamás experimente el gusto de la impermanencia. El objeto o el soldado; el que cree ser objeto y el que ignora ser soldado, los que quieren ser y creen parecer, ambos, la misma cosa falible. Todo ocurre más allá de las categorías, de los conceptos, de las fobias o apegos. Todos, la misma cosa humana. Todos A y B. Objetos o soldados. Juntos, en un vértice de mierda y en un paraíso. Aferrados a la vida en un sistema, queriendo acabar lo más pronto posible con ella.
Así
era. Reflexionaba el cosmos del desierto en espirales que podía
incluso tocar con mis propias manos. Todo lo anterior sucedía en
segundos, mientras mi estómago gritaba. El cura había solo dado unos
cuantos pasos antes de reconectarme a la realidad. Parpadee y retomé el
juicio. Decidí ir a consultar al representante del Dios en quién no
creo. Mientras me acercaba a él, salió la puta de una de las chozas
adyacentes a la capilla. Detuve el paso e hice como si buscara algo en
mis bolsillos. Arena. Levanté solo un poco la mirada para actualizar
la escena. El padre llevaba consigo una especie de contenedor, un
ánfora, y de alguna u otra forma parecía estar ordeñándole orina al
equino. Vaya espectáculo viniendo de un ortodoxo. Seguí fingiendo
demencia. Volteé mi cuerpo dando la espalda a lo que acababa de
presenciar, solo para alzar mi cabeza y entregarle mi rostro al cielo.
Uno, dos, tres… Helos ahí. Al continuar mi rumbo hacia donde estaba el
cura, me percate de que la puta había cruzado palabra y algo más con
él. Ella solo atinó a mirarme con cierto rechazo antes de que pudiera
preguntarle al ungido si sabía de algún lugar donde pudiera encontrar
vegetación comestible.
-“Hijo mío, el desierto es el
infierno. La palabra de Dios fue extinguida por la ambición del hombre,
y su ira va más allá de cualquier castigo comprensible. Los que
entregamos nuestra vida al sendero de la frugalidad sabemos que el
pecador cruzó todos los límites, mancillando la bondad infinita del que
es elegido. Yo sacio mi sed con lo que Dios ha creado, aunque ya no sea
más uno de sus hijos. Y ahora, nosotros cuatro somos ella, la
prostituta; la ramera de babilonia, la sostenida por las bestias y el
dragón, la que espera la llegada de Cristo en un caballo blanco para ser
ultimada.”-
-“No habrá nueva Jerusalén, padre… pero eso
dejó de importar desde hace tiempo, ¿qué no?”- espeté. Me ofreció un
trago de su elixir de urea.