Thursday, September 08, 2011

Los duelos de Kafka


IV. Sed (extracto)

La vida está en pausa, pensé.  Es un punto en el plano cartesiano; un limbo sin tiempo.  Desperté algo hambriento.  Los rayos del sol inundaban mi rostro mientras me estiraba para acomodar vértebras entumidas que clamaban por descanso ortopédico.  Reincorporé lo que me quedaba de cuerpo y suspiré.  Que mierda.  Me dolía todo.  Recordé cuando habitaba el multifamiliar en Monterrey.  Me resultaron risibles las mentadas insuficiencias materiales de las que llegué a quejarme en aquel momento, mientras me auto-compadecía por no querer ser un lamebotas más del sistema.  Zucaritas con leche en la mañana, luego a la chamba en el bazar de música; break a las dos de la tarde, torta de lomo, regreso al shift vespertino, para después deambular hasta la parada del urbano que me dirigiría al billar de Don Cheto, donde remataba con unas tecates para finalmente llegar a mi cueva y pernoctar, posterior a la zucaritas con leche de la medianoche.  Ahora, aquí, aquello era vida. La miseria que representábamos los olvidados del Monterrey clasista se antojaba ahora una aspiración urgente.  Así desperté esa mañana: con la jeta empolvada y el cuerpo apuñalado por cualquier cantidad de insectos chupasangre; torcido y nostálgico, haciendo apología del flashback.  

Desperté y encontré nada.  Era en el desierto de los discursos que me decían que hacer y cómo hacerlo donde ardía.   Ardían el fuego y las ideas alrededor de la mañana.  Desperté y encontré todo.  Añorar estaba de güeva.  Yo estaba de güeva.  Me levanté por fin para buscar a alguno de los completos extraños con los que ahora compartía el perímetro, con la intención de integrarme a alguna certidumbre convenida, aunque esa idea solo existiera en mi cabeza. ¿Qué hacen estos cabrones todas las mañanas?  ¿Acaso el impulso del desayuno no los hace delirar?    Tal vez yo puedo dejar de almorzar o cenar, pero el desayuno… bueno.  Al menos en todo mi recorrido hasta este punto había tenido la suerte de toparme con algo de cactáceas y arbustos digeribles.  Al salir de la pequeña estructura de adobe donde había franqueado la noche, lo primero que pude ver fue un equino.  Vaya, pensé.  ¿Por qué estas personas no han matado a este animal para comerlo?  Si esto fuera India podría comprender el autosacrificio como una opción viable, o como la única, sin embargo, al ver a ese caballo, comencé a dudar seriamente de estar en el lugar adecuado para intentar sobrevivir.  Segundos después de percatarme del animal aquel, pude observar al cura saliendo de la capilla, encaminándose hacia la bestia.

Todo era tan cómicamente macabro.  La fotografía entera me hacía pensar que éramos objetos y servíamos a una política específica escrita con malicia caótica y divina.  Insistí en el hecho del tiempo, de la quietud.  No había movimiento en ese lugar.  Todas las mañanas podían sintetizarse en una sola; en esa en la que desperté y la vida ya era así.  En aquella en la que pude embarrar el polvo del amanecer  en las paredes y sentir como el observado dejó de ser observador.  Me sentí el anónimo del mundo, y quise escribirlo todo.  Fue ahí cuando entre en trance.  Fue ahí cuando me iluminé.

He aquí el cerebro acostumbrado al letargo que los sedantes de su propia estrechez le producen.  Pero esto no es así por naturaleza, se necesita una voluntad vital por la fatalidad para reducirlo todo a ese estado imposible en el que estar despierto es igual a estar muerto.  Ahí es lugar propicio, lugar de comfort, donde se convierte uno en accesorio de la realidad.  Llegar ahí convertido en objeto requiere de energía mental; hay que conectarse, convencerse de que más allá de la individualidad, no se es más que materia animada.  Hay que dejar de ser un nombre, un conjunto de características, un yo, un ego.  Mover la cabeza, los brazos; trasladarse sin razón, bostezar, suspirar, mutar, verse cambiando de forma, aislarse conscientemente del juicio cotidiano, disfrutar siendo envase,  siendo cuerpo en abandonada acción.  El freak show corpóreo vomitando actos reflejos; impulsos empíricos inútiles: un ejercicio de pocos, de extranjeros, de los que se quieren fósiles por un momento. Por más cuántico que se imagine el viaje, no todo es tan extraterrestre.  Ser parte de la decoración alrededor tiene su valor específico, su belleza.  Darse cuenta de lo que ocurre en las metamorfosis diarias es una felicidad que poca raza se da oportunidad de experimentar.  De cosa a héroe a humano a idiota a genio a víctima a todo a nada a nadie.  El soldado de la realidad per sé no gusta de transitar en su universo estos estratos, generalmente se conforma creyendo ser solo uno de ellos.  Por eso el que canta himnos y se uniforma con los motivos de la grandilocuencia humana, es probable que jamás experimente el gusto de la impermanencia. El objeto o el soldado; el que cree ser objeto y el que ignora ser soldado, los que quieren ser y creen parecer, ambos, la misma cosa falible.  Todo ocurre más allá de las categorías, de los conceptos, de las fobias o apegos.  Todos, la misma cosa humana.  Todos A y B.  Objetos o soldados.  Juntos, en un vértice de mierda y en un paraíso.  Aferrados a la vida en un sistema, queriendo acabar lo más pronto posible con ella.

Así era.  Reflexionaba el cosmos del desierto en espirales que podía incluso tocar con mis propias manos.  Todo lo anterior sucedía en segundos, mientras mi estómago gritaba.  El cura había solo dado unos cuantos pasos antes de reconectarme a la realidad.  Parpadee y retomé el juicio.  Decidí ir a consultar al representante del Dios en quién no creo.  Mientras me acercaba a él, salió la puta de una de las chozas adyacentes a la capilla.  Detuve el paso e hice como si buscara algo en mis bolsillos.  Arena.  Levanté solo un poco la mirada para actualizar la escena.  El padre llevaba consigo una especie de contenedor, un ánfora, y de alguna u otra forma parecía estar ordeñándole orina al equino.  Vaya espectáculo viniendo de un ortodoxo.  Seguí fingiendo demencia.  Volteé mi cuerpo dando la espalda a lo que acababa de presenciar, solo para alzar mi cabeza y entregarle mi rostro al cielo.  Uno, dos, tres…  Helos ahí.  Al continuar mi rumbo hacia donde estaba el cura, me percate de que la puta había cruzado palabra y algo más con él. Ella solo atinó a mirarme con cierto rechazo antes de que pudiera preguntarle al ungido si sabía de algún lugar donde pudiera encontrar vegetación comestible.

-“Hijo mío, el desierto es el infierno.  La palabra de Dios fue extinguida por la ambición del hombre, y su ira va más allá de cualquier castigo comprensible.  Los que entregamos nuestra vida al sendero de la frugalidad sabemos que el pecador cruzó todos los límites, mancillando la bondad infinita del que es elegido.  Yo sacio mi sed con lo que Dios ha creado, aunque ya no sea más uno de sus hijos. Y ahora, nosotros cuatro somos ella, la prostituta; la ramera de babilonia, la sostenida por las bestias y el dragón, la que espera la llegada de Cristo en un caballo blanco para ser ultimada.”-

-“No habrá nueva Jerusalén, padre… pero eso dejó de importar desde hace tiempo, ¿qué no?”-  espeté.  Me ofreció un trago de su elixir de urea.   


Lamento


I
Pulsando las quimeras
Del ruido en su cabeza
El va…

Franqueando las distancias
Inválido, inmoral 
Arde…

Reinventando en sus adentros
Este fuego de portentos  
Que busca la lluvia
En diluvios que den vida

II
Sin ser, busca un nombre
Que defina
La realidad como una excusa más para
Lamerse las heridas,
Las infamias que predica
 Y sin saber
Escribe a su historia un final

Cada impulso de su aliento
Se consume en el intento
Por lograr
Trascender su voluntad

Volver a empezar
Tiembla la tierra detrás de todo andar
Efigies de sal en este altar

III
Caen las paredes
Sobre sus sueños
Pausan los cantos
De mil y un insectos
E insiste en seguir preso
Insomne y jadeante
Creyendo…

Volver a empezar
Escombros de ideas deformes yacerán
y toda nuestra herencia muerta


Sed (Checo's northern border conquest reprise)


Se despidió
De la tarde
Que colgaba
Del techo
Con todo y destellos.

Recontó
Sus pertenencias
Un cigarro
Su guitarra
Y sus convicciones.

Almorzó
El tabaco
Acompañado
De un buche
De sudor y reticencias.

Tuvo que hacerlo
No todo mundo tiene el brío
De enfrentar con palabras

Se encaminó
Hacia el pueblo
Que esperaba
Su vuelta
Con todo y promesa.

Se reafirmó
El derecho
De reclamar
Su parte
Un trago de consciencia.

Va a pescarlo
Roncando fuerte
Y a quemarropa
Tocará
La música maldita

Ya nadie está involucrado
Sus ocho piezas y actitud
Es lo que el norte aguarda

Con Dylan en
La mano izquierda
Y un reloj en la derecha
Checo apuñaló lo cierto.

La visión que
Poder le da
Está rumiando contra el mundo
Nómadas ya lo esperan.

Salivó
Por otro garro
Sólo Cronos
Se da el lujo
De hacerlo coincidir.


¿La independencia de quién?


Apuntes para leerse en voz alta frente al espejo.

México es un país de hartos contrastes, o al menos eso es lo que a mí me grita la realidad en la cara.  Somos ya 112 millones 336 mil  especímenes de todos los colores, clases sociales y costumbres los que día a día continuamos el viaje sicodélico de una existencia definida - antes que todo-, por nuestra mexicanidad; una muy singular.  Estoy convencido de que nuestro temperamento nacional cabe perfectamente en el dicharacho del “chile, mole, pozole”: caricaturesco, alegre, pintoresco, irreverente, creativo y luchón; perfecto todo ello si no fuera porque igualmente cargamos pesados morrales llenos de complejos. 

Rugimos un “¡Viva México cabrones!” con el pecho hinchado, pero el himno nacional lo canturreamos mocho y hemos convertido a Massiosare en un soldado indeseable.  Nos da güeva saludar a la bandera y se nos hace poco práctico cualquier acto cívico.  Esto es así, pero no tendría por qué ser tan terrible.  Hoy, el mexican power es una mezcla de influencias foráneas y tradiciones locales; una especie de spanglish actuado.  Vivimos en la constante fantasía de la ilusión y el eslogan publicitario, y estemos de acuerdo o no, nos aburren las formalidades de la patria y nos entretiene la inmediatez del technicolor.  De ahí que la estridencia de la fiesta nacional este bicentenario “más-uno” sea nuevamente solo eso: mero escándalo.   

Vivan los mexicanos, pues.  Vivan a pesar de México, diría yo.  Y es que muy aparte de cualquier conmemoración o pachanga mariachera, ser ciudadano de esta nación pareciera significar un festejo en sí mismo, una especie de celebración interminable, amenizada por las libertades, placeres y el caos propios del punk ochentero, solamente interrumpida por la clase de problemas que podrían arruinar la juerga de un viernes por la noche.  Es esta celebración de nuestra identidad un espectáculo ciertamente contradictorio, un circo, con orígenes que van más allá del libro de texto. 

Como descendientes directos del mestizaje estaría bueno comenzar a comprender que nuestra historia es mera fatalidad -una relatada con tramposa nostalgia-, y que gracias a ello nos hemos identificado con los vencidos, no con los vencedores, siendo nuestro pueblo producto de ambos.  Decimos que llegaron los españoles y “nos conquistaron”.  ¿Por qué nos llamamos solo conquistados si también somos conquistadores?  ¿Acaso no debemos prácticamente nuestro “look” y cultura al acto globalizador de Colón?  Por eso escribo y lees en español, y por eso nos llamamos Carlos, Rodrigo, Fernando y nos apellidamos Rodríguez, Hernández o Pérez.

El “mejicles”, el “barrio”, el “carnal”, no es más que la clara demostración de una individualidad fraternalmente atormentada.  Hemos hecho de la tragedia una broma; nos burlamos de nosotros mismos, de la muerte; señalamos con humor negro cualquier corrupción o acto de injusticia, aceptamos el destino con resignación y seguimos adelante con la desesperanza y enojo al mínimo cuando aceptamos que “no hay de otra” o que “hay que seguir chingándole”.  Nos gusta hacer pero que no nos hagan, y la agarramos contra el extranjero cuando viene y hace en nuestro país lo que no puede en el suyo, pero ni chiflamos cuando deja su lana al turistear. Le cantamos las mañanitas a la Virgen y le encargamos milagritos a infinidad de santos, solo “pa’ asegurar que las cosas sucedan como Dios manda”. He ahí la cosa muchachos: si nos va bien es producto del esfuerzo propio y la ayuda del cielo y los ángeles; si se nos nubla de a feo, es pura mala suerte, o la mala fe del vecino. 

He leído antes que somos un pueblo infantil.  Esto es casi cierto, al menos para el que esto escribe.  El infante tiende al egocentrismo, al jugueteo permanente y a la posesividad.  Un niño no es libre, no es independiente.  Cuando repetimos el “¡Viva!” después de la letanía que nuestros gobernantes berrean cada 16 de septiembre, lo hacemos como hipnotizados por una pasión nacionalista que podría comparar con el amor del fanático por el futbol.  Ahí está la vibra, cierto, pero un fan del fut no necesariamente juega el deporte, así como un gritón que  festeja a la patria en su cumpleaños no es necesariamente un ciudadano ejemplar, digamos hmmm… en el sentido ético del término. 

Pero esta colección de formas de ser es solo una mancha en el enorme espejo en el que diariamente el mexicano ensaya su diario reflejo.  Porque no somos una imagen, o un color, sino todo el espectro alrededor, y si de algo podemos presumir es de poseer “galleta” para reinventarnos.  Hay considerable raza que lo cree y ahora trabaja por algo mejor.  Estamos aprendiendo a vernos como verdaderos carnales y no solo a llamarnos así entre extraños.  Cada vez somos más los que cantamos Las Golondrinas a la idea una identidad nacional definida a partir de un estereotipo o modelo mental.  Hay que cantarlas, no cabe duda.  Esta rola es el soundtrack de todos y cada uno de los proyectos en marcha que apuestan por la energía renovable, el reciclaje, la participación de todos en la política, la repartición igualitaria del baro, la no discriminación, la justicia, y la puesta en marcha de una consciencia colectiva bien afinada en todas nuestras acciones y decisiones como pueblo.  

Estoy orgulloso de ser mexicano.  Veo más allá de todos nuestros traumas y lastres a 29.7 millones de jóvenes  que tienen la oportunidad de generar un cambio real en las formas de ser y pertenecer a México.  Es la cuarta parte de la población nacional la que se ubica en la zona de penal para meter el gol decisivo.  Son jóvenes y mexicanos los que se encuentran rearmando el rompecabezas social y cultural, demostrando su poder como agentes de cambio político, económico y ambiental, con propuestas viables y originales que sirven de ejemplo e inspiración a todos los que nos hemos acostumbrado a rendirle tributo al “ahí se va”.  Son ellos la raza que ahora saca su banderita cada 16 de septiembre para demostrar que la independencia no debe ser más la kermesse de un hecho histórico á lá cómic, sino una convicción personal; un estado de la mente, con tequila y güaco integrado.  Son ellos a los que el maese Cantinflas diría: “¿no que no, chatos?”