Saturday, April 29, 2006

poder lúbrico.


Héctor Rodríguez.


Vestidos con músculos domésticos, taurinos, arremetemos contra el flujo coloquial de nuestra caricaturesca obligación humana. Arrastramos los pies día a día, cual paralíticos funcionales, esperando que la salvación mágica a nuestra psicomotricidad trunca caiga de un pinche manzano imaginario. Sucédenos así, idealizando bosques en parpadeos incontinentes que lubrican nuestras ganas de ceguera permanente. El drama nos libera… al menos nos desprende del ridículo estrés al que nos exponemos tan gratuitamente… uno carga con cierta proclividad al drama desde siempre; es parte del arsenal de válvulas instaladas en nuestro cuarto de controles… sin embargo, soy el primero en reconocer que las más de las veces uno abusa intencionalmente del pulso melodramático. De ahí, a la irritación.

Es fácil adoptar el papel del ser irritado. La receta canta ingredientes que se respiran, así nomás, sin mayor búsqueda: un gramo de hastío, tres onzas de hartazgo, tres piezas de frustración, un poco de intolerancia, entre otras bellezas. En todo lo anterior se determina inseparable el componente dramático; la irritación es solo una evolución aciaga del mismo. Nos desdibujamos en secuencias furibundas cuando la excitación rebasa las lógicas del cotidiano. Hablar entre dientes es el síntoma por excelencia. Citar a todas las madres que recordemos se convierte en tarea insuficiente, es uno contra el mundo; somos los aludidos, los agredidos, los incomprendidos. No hay enemigo mas vituperado que el que proyecta un poder lúbrico sobre nosotros. No terminamos de asimilar que la vida concreta sucede, fluye, camina por si misma en múltiples escenarios de los que todos hacemos uso. No hay estupidez mas sublime y sustantiva que la de aspirar a jugar roles protagónicos en pistas operadas por caleidoscopios, donde en un parpadeo dejamos de ser nosotros para convertirnos en el otro.

Todo se reduce a una negativa. No sabemos, no entendemos, no asimilamos… nuestra lectura es horizontal; atendemos la visualidad mas obvia, más inercial, desciframos y argumentamos en pequeños análisis nada más que simplezas rústicas a la sazón de un escuálido intento de humilde reconocimiento ante la otredad. El ego nos hace miserables y complicados, que no complejos… nos apabullamos en paroxismos infatigables provenientes de una autocompasión y justificación cargadas de drama y alucinógenos derivados. Si fuéramos poesía, seríamos prosa declamada por barítonos observándose al espejo. Distamos enormidades de suponer un proceso que naturalmente destine a convertir nuestra megalomanía en versos perfectos. Reaccionamos. Somos defensores a ultranza de la razón propia, lo cual nos hace hipócritas potenciales en todo momento. Asentimos con sonrisa de aparador y callamos en pausas, dando paso a una ridícula alegría de poliuretano. Cuando nuestro personaje deja de funcionar en alguno de los escenarios ubicados otrora por nuestro ego, nuestra máscara de poliuretano palidece junto con su pinche alegría química, para así encumbrarnos en ajuares de shakespeare y dolernos ante las desafortunadas circunstancias que han puesto en entredicho nuestro rol cotidiano.

Es la tentativa irreal de posesión ante el todo lo que ensombrece las perspectivas frías y matemáticas del acto y la consecuencia; el primero una virtud ilusoria, el segundo un leitmotiv ambivalente de gozo y victimización, ambos, motores de circunstancia. Somos tan fanáticos del pretexto y el señalamiento como de la jactancia y el endiosamiento… la mecánica es sencilla: integramos y extirpamos nuestra persona en función de beneficios y perjuicios potenciales, que por gracia de experiencia somos capaces de ubicar al momento de estar en escena.

No es coincidencia que por lo general huyamos a las resultantes vomitadas, per sé, automáticas, inconscientes, decretadas, invisibles. Germinamos actos y consolidamos culpas derivadas de éstos; descalificamos hechos que se nos antojan ajenos y que ejecutamos desde nuestra propiedad. Actos, acciones, hechos que siempre esta ahí haciéndose esperar para después ofrecer resultados de formulario que en el mas común de los casos pretendemos desconocer…

Nos da güeva cumplir con la doble función necesaria de actor y espectador… el acto-actor otorgador de consecuencia. En lo tocante a las resultas, generalmente obviamos su peso específico, a veces por ignorantes, otras con alevosía…y en el abanico infinito de opciones frente a nuestra voluntad, no nos termina de quedar claro que una vez más, insisto (después de tanto mencionarlo), la física pone en marcha su engranaje para respondernos con la más calculada realidad.

Se espera y esperamos de nosotros y el resto un lugar común… a veces solo incertidumbre, otras tantas absolutamente nada… la indiferencia pura es difícil de desarrollar. El hecho: lo que se espere de nuestra lid nos importa madres; navegamos con bandera de sobrios, complicándolo todo, tratando de engañar las correlaciones al respecto… cayendo siempre en el mismo abismo. Operamos con el único objeto de celebrar elementos de poder en nuestras decisiones (por más estúpidas que éstas sean), enfrentando en paralelo complejos arraigados que observan con imposibilidad la oportunidad de una razón fáctica inexpugnable: la del poder crudo en ajeno. Los hay de todas intensidades… pero ninguno como el poder lúbrico. Emanado de un éxtasis cárnico, el disfrute de nulos límites resopla en nuestros criterios licuándolos hasta su vaporización. Lo traduzco como un proceso de erotización de la voluntad, donde la conducción individual comienza a trastabillar y a abandonar toda consideración para con las lógicas del equilibrio; somos seducidos por el implante evanescente de una ausencia de fronteras e interpretamos y apropiamos dicho estado de cosas rumbo a su perpetuidad.

Cuando lo obtenemos, somos reyes susceptibles a escupir con prepotencia. Cuando lo padecemos, somos objetos ultimados in situ. Sufrir episodios de poder lascivo e ininteligible nos coloca en una desigualdad fermentada, esencialmente producida por voluntades basamentadas en derechos y consignas apócrifas, ficticias. De ahí el rigor del drama en y por la víctima; de ahí la violencia de la ignorancia en y por el victimario. Somos ambos.

No resta más que aceptar nuestra colección de vasijas de ocasión… esas donde depositamos a conveniencia nuestros disfraces sociales. “Para esta escena, esta máscara; para este otro escenario, este otro disfraz”… somos animales corporativos moviéndonos las colas, oliéndonos las feromonas, conspirando en corto, vendiéndonos, profesando y aceptando/evadiendo/negando nuestros intereses y los del otro. Ahí es donde acaba nuestra animalidad, convirtiéndose de un hecho biológico irrefutable, a un mito designado por el canon antropocéntrico.

Así pues, evolucionamos hacia una intelectualidad científica exterminadora que sigue celebrando la erradicación de nuestro instinto orgánico; componente necesario para el logro de un balance ahora quimérico, inexistente y desdibujado por adicciones fervorosamente humanas... el poder, una de ellas.

Sunday, April 09, 2006

vitral.

Imagen: http://palavrasemferias.blogs.sapo.pt


Héctor Rodríguez



Faenas de carne lívida
Fornicando impacientes…
Conjugando verbos muertos,
Gimiendo una extinción in Vitro,
Multitudes salivantes…

Vértigo…
Orgánico…
Producto de los claroscuros de un vitral

Imágenes sordas y amorfas
Envueltas en peste y burla histórica
Estatuas de sal mineral
Esculpidas de la nada indómita

Vértigo…
Orgánico…
Producto de la inanición vacilante,
Cubierta en trazos de cristal