Friday, December 16, 2005

respecto a la utilidad de la contradicción: despojos de coherencia e información prácticamente inútil.

imagen: José Pablo Rodríguez Vázquez

Héctor Rodríguez.


El ser, bajo los entredichos de su accionar cotidiano… espejo de desconfianzas y auto-reprobaciones que solo manchan su propia voluntad. Aludiendo al hecho de la voluntad (de forma somera), prescribo dentro de los vacíos del tiempo impuesto, el fenómeno observable y vivencial de su metamorfosis, de su inconsistencia. La voluntad, cree ser ella misma casi una iniciativa: “la” energía de obrar y/o abstenerse de hacerlo… mecánica pura, exacta: el ánimo del riesgo.

Tenemos pues, dicha movilización transformada en verbo que siente y obra interrelacionalmente, y que opera como engranaje primordial de los giros que el ser mismo sufre y goza con cada segundo que le sucede. Actuamos en diferentes planos, a diferentes niveles y en diferentes grados de compromiso.

Si intentáramos trabajar un tipo de categorización o calificación de nuestras movilizaciones voluntariosas en todo su conjunto, nos percataríamos de lo siguiente:

1. La inmediatez nos hace responderle con hechos (plano del conocimiento a priori, experiencial);

2. Secundándola, la inmediatez es rebasada por el conocimiento del sentido común en el cual se razona, se procesa una idea y se lleva a la práctica;

3. Más allá aun, la causalidad de nuestras acciones es medida por el conocimiento filosófico en el cual, reflexionamos sobre cierta situación; razonamos más elaboradamente y entremezclamos ideas para llegar a cierta conclusión después de una depuración lógica;

4. Como última instancia dentro de los procesos del aprendizaje y el conocimiento, la voluntad es regida por el conocimiento científico: crecemos por medio de la praxis, de las pruebas tangibles ante toda teoría; las ideas se llevan a la práctica y se comprueban, para después transformarse en acciones a voluntad.

Lo anterior no pretende manifestarse ni siquiera como un postulado, obedece más a entenderse como un ejercicio de comprensión que intenta esbozar muy brevemente la mecánica y los nexos entre la generación de los actos de voluntad y los espacios de conocimiento sobre los que ésta misma se desarrolla…todo ello muy por debajo de las verdaderas químicas que encierra el método del conocimiento.

Apoyo la relación indudable entre el aprendizaje y la voluntad, con todas las variantes de las que ésta última es objeto; la bienaventurada, la maliciosa, la del acto reflejo…. Por todas ellas es que es posible la causalidad. La noción de causa-efecto existe como antecedente lindante a la acción; en ella es que nos divisamos operando al configurarnos como creyentes de la realidad: actuamos porque deliberadamente necesitamos llegar a resultados que nos aseguren un lugar en sus huecos, en sus escombros… más allá de este compromiso innato, existe un mundo en donde cada milésima de segundo nuestro cerebro emite instrucciones en las que la capacidad máxima de nuestra voluntad, el libre albedrío, es categóricamente ignorado.

Hablando de libertad en relación al concepto de voluntad, es posible especular sobre su efectividad, sobre su constitucionalidad, sobre su existencia. La libertad es una ilusión que permea a la voluntad humana, un fantasma que la controla y la impregna de intencionalidad dirigida hacia ninguna parte, un ideal casi práctico que toma las riendas del destino de las personas y lo convierte en vacío. Nada ni nadie es libre; en apariencia, todos somos prisioneros del rito y folclor de la cultura y de la ilusión que el concepto de “libertad” alberga en su semántica; preludio del sinsentido que la fe humana construye alrededor de su moderna estadía contemporánea.

Obrar sobre las bases de ansiados e ilusorios fines (la ilusión como un extraordinario motor de búsqueda) es producto de una indeterminación sistemática de nuestra razón; invertimos gran parte de nuestra energía vital de manera automática al hecho inminente de la inmediatez. El peldaño básico del cuestionamiento cotidiano comienza a flaquear y perece ante el espectáculo de lo que en esencia se erige por sobre todas las cosas; lo “real”, la “realidad” funge como escaparate de ciertos eventos prefabricados y no como lo que es: un proceso dialogístico que sustenta incertidumbre: práctica y reflexión, especulación y observación. Ello conlleva a reconvertir nuestra naturaleza en tecnología y a considerar nuestras acciones como “realizaciones de fe” (no tomemos aquí la fe como una acepción de tono religioso, sino como un culto cotidiano destinado a la obtención de nuevas causas y efectos).

Por lo anterior inferimos que en definitiva, el género humano es de las especies menos honestas con su naturaleza, con su biología, con su filosofía… se engaña a si misma con extractos de conocimiento que no puede controlar, siendo un fin en si mismo, el control de todas las cosas. El control como modus operandi hacia sus últimas consecuencias: el control pues, como voluntad, como acción, como causalidad. Sabemos exacerbadamente, al grado del ridículo; creemos ser el eslabón más alto de la evolución animal; si bien es cierto, cada especie desarrolla en su ramo el mismo grado de perfección… Detentamos nuestro orgullo evolutivo tras una verdad: nuestra capacidad de raciocinio, nuestra intelligentsia.

Es ahora que observamos el decaimiento de la raza humana gracias a la malformación de dicha “capacidad”; nos hemos servido de su extraordinaria existencia para destruir, para erradicarnos gradualmente. Con todo ello, podemos decir que el hombre es el animal que mas peligrosamente se desvía de sus instintos primordiales, el que más fácil se corrompe a si mismo, el que insincera con más encanto y goza de su tremenda actualidad con alto lujo.

En este estado de cosas, se hace necesaria una revelación: todo el conocimiento adquirido a través de nuestra historia universal no ha sido en vano; hemos logrado reconstruir peldaño a peldaño los eventos que han hecho del ser humano un ser poderoso, un ser de criterio y convicciones. Solicitamos del permiso ineludible y vital de la convicción para poder actuar. Sin convicción, no hay voluntad, por lo tanto no hay acción, por lo tanto no existe el hecho, y sin éste último, no hay transformación. ¿Que es lo que nos mueve a transformarlo todo? ¿Un espasmo de curiosidad tal vez? Posiblemente lo que nos incite a ello sea la imaginación; queremos alterar lo existente hacia lo ideal.

La imaginación podría llegar a exponérsenos como una convicción universal, tal vez estemos convencidos de que es posible imaginar mundos posibles. De aquí se deslinda un sentimiento de seguridad por sobre lo demás existente; seguridad generada por la competencia y desempeño de nuestra capacidad imaginativa; seguridad que traducimos en convicción sin lugar a dudas…

Estamos ante un proceso retroalimentario, causal, interrelacionado. Nuestra propensión al sueño de la imaginación es inminente y sin embargo, existe la posibilidad de una crisis que logre quebrar el modelito en su totalidad; a ésta (crisis) la hemos de denominar como un derecho irreversible del ser humano: el derecho a la contradicción.

Con dicha disposición hemos de confundirlo todo; el valor sumado al acto de la contradicción nos explica que el hecho de estar convencidos de algo podría llegar a ser una mentira; que lo que creemos ser en algún momento de nuestra vida, esta sujeto a la incertidumbre del futuro; que todo aquello que imaginamos y convertimos en hecho tangible, podría resultar un engaño eventual gracias a la multidimensionalidad de las influencias a las que estemos expuestos dentro del presente inmediato. Lo que genera un acto contradictorio no es un error en nuestras convicciones, muy al contrario, es una posibilidad que se bifurca dentro de dos categorías: el acto contradictorio revelador y el insolente.

El primero nos habla de un descubrimiento, de una resolución aún más conveniente que cualquiera de nuestras convicciones más fijas… se abre el espectro, otorgándonos la posibilidad de crecer, la posibilidad de adoptar una mejor convicción; de cambiar hacia lo nuevo y mejor. Por el contrario, el acto contradictorio insolente podría ser visto como un encharque, como una mala jugada, como un cinismo alterador que no respeta el hecho de la convicción misma: es el terreno en donde ésta, o es inexistente, o es cruel, desleal y/o ventajosa.

Hablando de éste último, el acto puede ser concebido como un fin hacia la generación de ciertos resultados esperados, de ciertos deseos y provechos. He ahí una convicción: la práctica de la contradicción como un objeto utilitario. Se “es” deliberadamente contradictorio con uno mismo, pudiendo ello ser por motivos que dirijan a fines específicos de los que se pueda generar un beneficio personal en gran parte. Por el contrario, cuando el hecho de la contradicción supone confusión, indecisión, estrés o alteración, la convicción en si misma se convierte en senda impracticable, quedando rezagada toda posibilidad de sustento o base de la cual pueda asirse la voluntad.

La expresividad del acto contradictorio es en extremo amplia y se manifiesta como un proceso subterráneo de nuestra conciencia: explota por las causas de las que es víctima.

No nos sumerjamos pues, en histerias tipológicas… la contradicción, expuesta a mi manera, no es motivo de alarde… No es un bien ni un mal, se posiciona más allá de ambos, y es un derecho irreductible de la voluntad humana. Deliberado o no, el acto contradictorio prueba la fragilidad de los absolutos y de las reglas conformadoras de los credos que hemos de practicar en nuestras vidas.

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