Wednesday, September 02, 2009

agujas en la yugular.




Está bien morir de vez en cuando, pensé. De algo estaba enfermo, seguramente tenía que ver con la garganta, ganglios, traquea. A veces creo que es por hocicón. Aunque no hablé mucho; el pedo es que dicen por ahí que no hace falta hacerlo... basta con materializar en imágenes mentales las palabras que no se dicen. Venía de algún lugar que no recuerdo, o del que mas bien jamás estuve consciente de haber estado. El consultorio era el destino, y mi madre aparecía en episodios, tratando de recordarme que esa no era la única opción. El edificio, que más bien era un cuartucho anexado a un inmueble mas grande, se ubicaba en una especie de pintoresca vecindad donde poca gente habitaba, aunque eso nunca podría asegurarlo. En sueños uno jamás puede aducir certeza alguna. Me recibió una mujer en bata que si mal no recuerdo se replicaba en oficios: recepcionista, ayudante, doctora, y dueña del lugar. Estás enfermo, me dijo. Nada que yo no supiera, pero que era indispensable recordar al parecer. Mi madre me decía que no era necesario estar ahí, que conocía a otros doctores, sin embargo ya estaba acostado listo para ser curado. Acostado, listo para ser curado... no habría revisión general ni diagnóstico ni prescripción ni nada; solo una doctora que murmuraba entre dientes cuanto iba a disfrutar su intervención. No va a doler; hay que anestesiar primero. Acto seguido sacó una jeringa, ernome. La vi borrosa, como si no quisiera reconocer el instrumento. Aproximó la jeringa a uno de mis párpados, lista para espetarlo. Recordè a mi madre justo cuando la punta afilada de la aguja casi tocaba uno de los vértices de mi ojo izquierdo. Fue en alguna región primitiva de mi cerebro que se activó una sutil precaución: doctora, creo que irè mejor con otro especialista. No tengo idea de que es lo que tiene que guardar uno en su psiqué para personificar en sueños estampas tan horrendas. El semblante de la mujer cambió de manera violenta, solo advirtiendo un Ah si?, para posteriormente clavar de forma brutal la enorme aguja hipodérmica en mi cuello repetidas veces. Una, dos, tres, cuatro, cinco... el producto de mis más sofisticados miedos alcanzaba el rango de protagonista; horror dictador que físicamente sentí sin saber realmente si moría o moriría o ya lo estaba. Un interlapso, que no era propiamente el de mi sueño seudo-lúcido, me hizo aparecer corriendo, adolorido, agarrándome la zona donde la yugular dilata, en calles laberínticas, desenfrenado y confundido. Vi a mi padre. Subí a la camioneta que manejaba donde desesperado, como si estuviera en agonía, trataba de llevarme a un doctor. Qué ironía. Chocamos, un carro impedía nuestro avance y mi padre gritaba que su hijo moría. Hubo en mi la capacidad de registrar los sucesos desde diversas cámaras situadas en las locaciones que por default iba inventando el subconsciente. Al chocar iba dentro, pero desde fuera observé como sucedía todo. Llegamos a una especie de iglesia. Bajé del auto y no había como accesar, mas que volando. Y volé. Floté como era necesario hacerlo. Floté hasta llegar al punto en donde la gravedad se impone. No llegué a ningun lado, solo aparecí dentro de una biblioteca donde había caos. Ahí estaba mi padre, con un doctor. Le decía Doc, mi hijo esta grave. Yo le enseñaba mi cuello, y yo era los ojos del Doc. Vi cinco piquetes de aguja, que eran piquetes de mosco. Y qué moscos, no mames. Había dolor. El doctor no habló. Nadie habló. Sonó el despertador.