Monday, December 24, 2007

Los colores de ti.


Algún día llegaré envuelto en celofán a la puerta de tu casa, metido en una caja de colores. Llegaré sin avisar. Esperaré paciente hasta que me descubras… no importa si pasan horas, o incluso días. A final de cuentas, seré tu regalo. ¿Qué cómo cabré dentro de una pequeña caja de colores? Ahora eso es irrelevante amor. Solo puedo decirte que ese breve tiempo en que haré las veces de obsequio será perfecto. Desde ahora imagino cuando me descubras… tomarás la caja… enchuecarás esos labios infalibles… tal vez levantes las cejas en señal de duda. No habrá tarjeta que indique el destinatario, sin embargo, no tardarás en darte cuenta que esos colores, los que adornan la caja, son para ti. Siempre habrán sido tuyos. Porque en realidad no es la caja la que me contendrá. Nunca lo será. Y sin embargo ahí estaré, listo para que me descubras. No es de la caja ni el celofán de lo que trata el obsequio del que ahora escribo. Entonces abrirás esa caja y me convertiré en todos los colores. Desde ese instante me sentirás omnipresente, en todas partes… lo habré hecho de esa manera con la única intención de hacernos uno. Porque en cada tonalidad que registren tus pupilas, ahí estaré, cubriéndote toda, de amor multicolor.

Wednesday, December 19, 2007

Los labios de estrellas.

Héctor Rodríguez

a Dalila.


Te observé todas las noches. Una tras otra. Nunca tan radiante como ahora. Me gustaba actuar el papel del que intenta hacerse el interesante. Te aparecías así nomás y el momento se llenaba de ti. Ahogabas el aire con esa risa que no alcanza a distinguir elegancia alguna, desparpajada y naturalmente contagiosa. Intentaba evadirla solo para darme cuenta que en efecto nunca lograba hacerlo del todo. Me convertí en un total adicto a esas carcajadas sublimes que te hacen contraer todo tu cuerpo mientras cierras en intermitencias esos ojos que a cualquiera hipnotizarían. Destiné entonces la energía de la razón, mi razón, rumbo al encuentro de la tuya. Había luna, y algunas estrellas. El intercambio de argumentos se preveía interesante, apasionado, sin embargo ninguno de los dos habló. Nos miramos fijamente. Yo estaba congelado; tu entera, hermosa, completa. Acudí primeramente a tu cabello. Mi voz se perdió en diez mil rizos imposibles que la gravedad de esa noche mantuvo perfectos. Fue entonces cuando me pregunté sobre la posibilidad de irme a vivir a tu cabello. Ahí no tendría frío, jamás. No tendría necesidad de enamorarme de nadie más, solo de tu cabello. Imaginé construir una ciudad ahí. Una ciudad solo para mí y para ti, sin gente, sin nada. Solo nosotros. Regresé. Seguías parada, observándome. Bajé un poco la vista y suspiré. Trataste de encontrarme en los barrancos donde había caído mi mirada, pero no lo lograste. Reincorporé el gesto y me arrojé sobre tus ojos. Inmensos e increíbles mares. Ahí estaba yo, inmóvil, parado frente a ti y totalmente sumergido en su apoteósica belleza. Vi el mundo como tu. Me observé parado frente a ti, desde muy dentro de ti. Traté de descifrar lo que sentías al verme, pero nunca logré atinar exactamente que era eso específico. Me observé temblar en pequeños espasmos, y supe que no era frío el que tenía, sino amor. De ese amor del que te enamoras. Seguí un rato más dentro de tus ojos, descifrando la química de su mirada insondable. No pude con semejante empresa. Tuve que regresar. Una vez en mi lugar, el viento nos reanimó. Seguíamos sin decir palabra alguna, los dos, como si quisiéramos entregarnos el uno al otro en un abrazo sin medida, inconmensurable, que nos rebasara a ambos. Volví a suspirar. Sonreíste un poco. Esa sería la señal para mi siguiente intento. Floté hacia tus increíbles labios… iba directo hacia ellos, cuando me di cuenta de que ambos, inferior y superior, eran de estrellas. No entendía exactamente que significaba eso, pero aún así proseguí. Y es que no podía dar marcha atrás. Me impacté en esa luz de tu boca, de comisuras como ningunas, repletas de vida, de sangre; hinchadas de astros… Ahí comprendí que ese lugar era mi casa. Tus labios se convirtieron, en ese preciso momento, ni un segundo antes, ni una centésima después, en mi hogar. Entonces los guardé en mi ser. En mi memoria desgastada. En mi cuerpo. En mi entera existencia. Guardé tus labios para que nadie los robara, nunca jamás. Y ahí viví. Y ahí vivimos, los dos. Porque supimos desde ese preciso instante que nadie podría arrebatarnos ni ese lugar, ni ese momento. Y cuando nos perdimos el uno en el otro, entendimos que ello era lo que siempre habíamos buscado. Los dos fuimos estrellas. Los dos fuimos perfección.

La ilusión de la seguridad: muerte y desatino existencial.

Héctor Rodríguez

Nunca me cansaré de espetarlo a quien se deje interpelar por éste, su indiferente servidor: me caga la navidad. Ciertamente me da güeva regresar año con año a recordarme vía textual cuanto es que me insultan los yuppies mercadologos con su oficio millonariamente recompensado; anuncios y comerciales vendiéndonos la idea de que en diciembre todos somos carnales y que nuestra obligación es abrazar y comprarle su chocolate navideño hasta al chingado vecino… la raza se siente atestada e inoculada de seguridad, paz y todas esas mamadas, palabrejas y conceptillos que les encanta sacarse de la manga a los publicistas para idiotizar por fracciones de segundo al potencial consumidor.

Esto se repite con cualquier época parcialmente explotable y al parecer es un standard, una regla, la máxima necesaria para que las inercias del mercado sigan su rumbo ininterrumpido. Está bien, no debería quejarme pues. ¿Soy el paria que no? Junto con uno que otro chango inadaptado y socialmente etiquetado, he de aducirme ante todo como el “ermitaño de la medianía”; ei, ese que vive dentro de todo el pedo (el famoso “sistema”), que odia reconocerlo, y que realmente no puede hacer mucho (y tal vez hasta güeva le de). Uno nace en un sistema, el que sea… no puede evitarlo.

Ahora no hay mucho de donde escoger, el capitalismo se ha convertido en la marca de los países desarrollados y subdesarrollados cuando hablamos de impronta y prospectiva económicas. El libre mercado se convirtió en el Dios que todos esperábamos, en esa liturgia sublime del progreso y el avance económicos. Años de saqueo, esclavización e industrialización forjaron hordas de parroquianos tumefactos de asombro por la perfección de un sistema que preveía un pinche mundo atestado de bienes que por fin nos harían felices a todos. Por una parte, creímos en el capital pues. Por la otra, se impuso a través de guerras, complots y coartaciones múltiples. Por referencia histórica el socialismo y el comunismo intentaban algo similar pero al revés, aunque la neta no podría abundar mucho al respecto.

Ahí hay que preguntarles a los cubanos y a los pinches chinos promiscuos, con sus 1,300 millones de almas atiborradas y no menos atribuladas, que hasta hoy perseveran en su intento, y por supuesto, a los historiadores y doctores en economía politica expertos en el tema. Bien, pues posterior a la muy breve y concisa reflexión histórica, y reconociéndome como ese microengranaje acomodado dentro del sistema que ahora me antecede, debo decir que no he encontrado mayor placer que el de observar y analizar cómo es que la servidumbre del capital y su circo de mercados, empresas, productos y libre comercio, está produciendo, además de múltiples bienes y servicios, idiotas en serie. Dios, que hermoso horror. Mi vaticinio puede no ser tan exacto como yo quisiera, existen las benditas excepciones, y vaya que las celebro.

¿Por qué me produciría tanto gozo observar idiotas convulsos y sudorosos que revolotean ansiosos por sobre aparadores y estanterías? Porque de alguna u otra manera observo su decadencia. Darme cuenta de ello es darme cuenta del poder y ventaja que tengo sobre ese asunto en particular. Verán, lo que me arrebata de caer en su idiotez es precisamente el hecho que hago evidente: mi seguridad sobre lo que he de necesitar en la vida para no sufrir no esta ni en un nanómetro comprometida a agentes externos. Creo fervientemente en ese axioma budista que explica cómo nada es inherente a nada. Lo externo es externo, y yo soy parte de ello, pero no inherente. La ilusión de la seguridad que éste sistema económico proporciona a sus orbitantes es como un maldito conjuro medieval que los adormece hasta el colmo del ridículo.

La maquinaria que nos contiene determina en una cosa llamada “sistema de valores” lo que hemos de poseer y lo que ha de poseernos. La segunda parte es la que hay que descubrir, la primera hasta nos la hacen firmar. Miles de opciones. El sistema de valores es solo uno de los tantos artificios del código social inscrito en la cultura neoliberal, pero gracias a este subsistema hemos de reconocer y otorgar importancia a nuestras vidas. En base a ello comemos, dormimos, cogemos, nos enamoramos, peleamos y buscamos sentido a eso que hacemos… en base a índices, escalas y mediciones que lo único que intentan es informarnos que tan bien vivimos: que nos sobra y que nos falta.

Existe ahí un problema grave en el sentido de lo que nos define como individuos. A final de cuentas, nuestra decadencia es producto de nuestra penosa ignorancia. El decadente, según lo concibo, vive seguro de lo que posee; esa ilusión es la que lo hace seguir adelante, se aferra a la materia, se define en ella. Ya ni siquiera se da cuenta. Veo al decadente que fluye como si nunca fuera a morir. Como si el carro que compró, el libro que leyó, la película que vio, el perfume que se untó, lo fuera a eternizar en un suspiro. Se evade el proceso natural de envejecimiento y muerte. El sistema nos grita en la jeta que vernos viejos no es bueno, que envejecer es anti-natural, que arrugarnos y aceptarlo es casi como un suicidio… para ello hay innumerables paliativos que el mismo sistema ha producido ex profeso, claro está.

Evadir el camino a la muerte es parte de la ilusión de seguridad que el decadente ha practicado como un credo ensordecedor. Me gusta imaginar que toda esta masa de paranoides viven en un estado constante de shock ante la posibilidad misma de su muerte. Y aunque no es un estatus de alerta como el del enfermo, lo es en el sentido del ejercicio constante de evasión, reposición, suplantación y/o yuxtaposición de la realidad al que lúbricamente se entregan en ese arrojo violento que es el éter de la posesión y la inmediatez. ¿Objetivamente, que es lo que un individuo necesitaría para vivir? Poniéndonos muy primitivos y esenciales: comida, bebida y un lugar para guarecerse del clima. Es todo. Utensilios de caza, telas que le cubran el cuerpo. Basta. Obviamente me fui al extremo, pero lo hice por ilustrar -mediante un ejercicio brutalmente objetivo- la sofisticación a la que la cultura del sistema nos ha llevado. Es a la conclusión a la que uno llega si elimina los millones de años de historia y evolución del ser humano en la tierra.

¿Por que el decadente suplanta la realidad objetiva? Porque ésta ultima no le es conveniente. Y porque ciertamente no tiene la capacidad natural de observar la realidad de otra manera. Todo lo que esta a nuestro alrededor; lo que se nos vende, anuncia, dice, canta, grita; casi todo en su totalidad lleva un mensaje alterador que le imprime a la realidad un encanto extra; un matiz conceptual. Realidad Incorporated. La vida es ya un producto. Un productote con subproductos. Es una ilusión a la que le negamos la mortificación de la duda. Y digo mortificación porque aquel que despierta y se da cuenta de que el espectáculo de su vida es una farsa no puede mas que comenzar a preocuparse.

La vida en si misma, no tiene sentido, por el solo hecho de que no existe un objetivo predeterminado hacia ella. La muerte a su vez, tampoco tiene sentido, por la misma razón especifica. Los imbéciles retrógradas lava-cerebros escritorcillos de cierto optimismo de corrosivas proporciones, nos dicen en sus libros de superación personal y autoayuda que el objetivo de nuestras vidas es ser felices. Bueno pues ese es el cuento eterno que se nos ha inventado. La búsqueda de objetivos no es mala en si, el pedo está en la definición de éstos mismos.

Ser feliz es un ejercicio tan inútil y relativo como la misma serie de definiciones alrededor del concepto. Yo lo pondría en otras palabras. Creo que simpatizo mas con la idea de buscar eliminar el sufrimiento de nuestras vidas, ya que la “felicidad” es una idea tan absurda como el publicista o literato de petatiux que la inventó. Eliminar lo que nos hace sufrir de nuestras vidas y ser felices no es en lo absoluto la misma meta.

Y esto nos regresa a lo que me ha ocupado a lo largo del texto. La pinche felicidad es una maldita ilusión. Por el contrario, la búsqueda, detección y progresiva eliminación de todas esas actitudes y comportamientos perturbados que nos convierten en victimas y mártires del cotidiano vendría a ser la opción coherente para experimentar a detalle esa realidad tácita que nos entra por los poros todos los días.

No hay masa crítica. No hay voluntad ni una tendencia que me indique en este momento que gradualmente lograremos realizar este acto increíble de recambio hacia la consciencia. La única esperanza que puedo mencionar como viable a largo plazo, es aquella que de manera inminente nos condena a todos y cada uno de nosotros a la irreductible muerte. Lo que hagamos en nuestra vida fijará lo que hagamos en nuestra muerte. Porque creo fervientemente que la muerte se vive también. No creo que sea ese switch que se irá a “off” y nos desconectará, así nomás, hacia la nada.

Pero independientemente de mis creencias, del sistema en que esté atorado, de los slogans y argots publicitarios que se injertarán en mi cógito lo que me resta de vida; de las toneladas de basura que produciré; de las veces que caeré en contradicción por impulso… independientemente de mi humanidad, estoy convencido de que en algún momento, regresaremos a lo básico. Ahí es donde se reivindicará la consciencia, y podremos voltearnos a ver las jetas con rictus de, “güey, lo logramos”.