Friday, December 23, 2005

la noche creadora de vida.

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Héctor Rodríguez.


La noche es enigma persistente. No es por demás que su condición de sólida contraparte a aquello que brilla, recalque cierto cinismo espectral; un descaro de lo impenetrable que se pierde en la ominosa carga cromática desplegada por un negro, ausente de feliz luz. La noche es el último vehículo de inspiración; es la antítesis de eso que somos capaces de registrar a través del iris.

El manto de su oscura forma nos revela esa quietud perfecta a la que aspira todo romántico del movimiento. Una quietud corrompida por seres malnacidos, seres etéreos y poliformes con sed de perdición y venganza.

De los múltiples significados que la noche apropia como suyos, habría que destacar aquellos que la relacionan con las prácticas de lo exponencialmente místico a la especie humana. La razón deja de llamar al juicio sano de su práctica natural y comienza a distorsionar las lógicas asiduamente horizontales que le dan la vida y la propiedad de adjetivarlo todo; la razón es, por tanto, un fragmento perdido de ilusión ya entrada la noche. Los colores, dejan de serlo y se funden en el vacío; los demonios escapan para adoptar formas diversas que generalmente se manifiestan en situaciones concretas de terror, un terror creado por la ilusoria deficiencia de los sentidos, lo cual se traduce más como un defecto que como una virtud. La virtud pura, es la noche que cae sobre nuestras almas, sobre nuestros pedazos de carne tornados flácidos al soportar el peso de lo que no queremos reconocer como parte de nuestra vida...

Hay que repensarnos como fragmentos de una noche que nos vomita; hay que desligarnos del tabú que niega las formas poéticas de ésta misma y apropiarnos de todo lo que tiene en letargo para nosotros.

Es el miedo y la costumbre lo que mata al espíritu; lo que lo aparta de su potencial evolución a otros planos. Lo nocturno tiene esa capacidad de patrocino para con el alma; la hace suya y la adiestra en las formas alternas de lo que el día ofrece; la encubre en sus arrojos, la desata de toda moral arraigada, la inyecta de sensibilidad, la escupe y la abraza, la transforma al cristianismo vacuo para después someterla a los infiernos del satanismo.

Las tinieblas van más allá de lo que un escuálido cerebro humano pueda conjeturar de éstas; de lo que un pobre corazón pueda llegar a sentir de, o con éstas.

Los seres de la noche no escatiman en llanto, sus lágrimas de ácida pena alcanzan a desintegrarlo todo a su paso, haciendo a la vez de dicho acto, el capricho de una luna pletórica de melancolía y tristeza nocturnas.

Las criaturas bastardas que la oscuridad engendra, suponen un hambre infinita, un hambre mórbida, un hambre de almas, un hambre aleatoria que ha de salivar sin menor compasión que la que materialmente pueden erigir los amos del negro temple; los demonios santificados por el baño de luz lunar que permea de forma espiritual, todo aquello a su paso.

La raza que ostenta los designios divinos que tanto he de criticar, se percata de la existencia de lo ausente a partir de los sonidos nocturnales que a manera de decibeles abordan las frecuencias del miedo y la duda; sonidos que otorgan una personalidad de texturas y matices tan penetrantes como discordantes al oído del fino humano aturdido.

Me considero súbdito de la noche, de sus encantos, de sus terrores, de su suspenso, de su melancolía y tristeza implícitas, de su esoterismo, de su profundo miedo, de su fría estela de tribulaciones, de sus quejidos, de su soledad, de su crueldad y poesía, de su inspiración, de su misericordia disfrazada, de sus refugios...

Es en la noche cuando hemos de amar nuestra condición vital. De otra manera, seremos simple realidad confinada al suicidio espiritual.

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