Saturday, January 05, 2008

La infancia que sigue.

Héctor Rodríguez.


A Fernanda y Ceci, por volar como lo hacen.


Alguna vez, cuando niño, me contaron sobre las consecuencias de tronar (entiéndase morder) el caramelo de los dulces con los dientes. Los adultos a veces no entienden que la sola acción de chupar pasa a segundo plano cuando tienes la edad suficiente como para presumir tus dientes de leche y post-leche. Tener dientes es un éxtasis. Chupar me vino bien… lo hice con los pechos de mi madre, chupones, biberones, pulgares y uno que otro objeto incluso peligroso para mi integridad infantil. Eso quedo en el pasado. El día en que me di cuenta que morder provocaba un placer superior al de chupar (aunque en la edad adulta esto pueda cambiar necesariamente) logré entender el objetivo existencial de los dulces. Así entonces, cuando me contaron sobre las consecuencias de tronar (entiéndase morder) el caramelo de esos irremediables azucares que tanto comí durante mi infancia, no me importó del todo. Cuando eres niño y te dan consejos como esos, dejas de entender a propósito. Observas un poco a esa persona que cree que lo sabe todo y ves como mueve la boca emitiendo palabras que la verdad te valen un reverendo cacahuate. Lo único que quiere uno es ser niño; hacer lo que hacen los niños, punto. Recuerdo que el azúcar me causaba un extraño desliz de excitación. Era de esos púberes semi-desobedientes que al terminar sus desordenadas comidas bajo la extrema vigilancia de su madre, salía disparado de la cocina en busca de algunas monedas sueltas que pudiera encontrarse en los cajones donde esa señora guardaba ropa o joyería. Consumado el acto, corría apresurado a la tienda a comprar golosinas. Gansitos, papitas, chocoroles, ruffles, lo que fuera que pudiera servir de postre. Vaya concepto de postre puede tener un mocoso adicto a la sacarosa. El imperio de un infante esta regido inevitablemente por esos pequeños detalles en los que importan más los sabores, los colores, las texturas y los olores, que cualquier otro elemento ajeno que trate obligadamente de llamar su atención a esa edad. Uno de los recuerdos más gloriosos del que tengo memoria fue el descubrimiento de ese increíble postre que cambió mi percepción de los sabores para siempre: el helado. Aunque a decir verdad, la diferencia entre helado y nieve a esas alturas del partido nunca la entendí, y ciertamente nunca me importó preguntarla. En esta cuestión de entender la mecánica para ingerir nuevos alimentos a veces surgía un problema, el de la correcta forma de hacerlo. Morder helados y nieves no resultaba del todo placentero. En dicha tarea, la función de esos dientitos de leche, incipientes, chuecos y frágiles era opacada por un músculo al que no le tomaríamos la debida importancia hasta la adolescencia. Ufff, bendita lengua. Recuerdo que acto seguido a entregársenos el helado/nieve en cualesquiera de sus presentaciones (yo prefería vasito ya que el barquillo a veces lo hacían de la peor galleta posible, aparte de que después de unos minutos empezaba el espectáculo del atascadero realizado por un servidor, lo cual mi madre reprobaba) la lengua entraba en acción. Uno tenia que descubrir la función vital de este pequeño músculo progresivamente, ya que por acto reflejo lo que hacíamos era tratar de morder esas deliciosas bolas de exquisitos sabores. Ouch! Daba uno la primera dentellada y sufría. Frío extremo entraba al nervio dental para después expandirse por la encía y finalmente causar ese dolorsillo que lo hacía a uno cuestionar el supuesto placer de comer semejante manjar. Y entonces, lengua y labios. Siempre habían estado ahí, los habíamos utilizado para innumerables cosas en particular pero nunca les habíamos puesto la debida atención. Fue esa vez, cuando niño, que hundí mi lengua y labios para recibir mis primeros escalofríos al chupar/lamer una rica nieve de chocolate. Fue esa vez también que entendí que cuando creciera seguramente observaría a otros niños comer helado y recordaría esa primera ocasión cuando yo lo hice. Fue en ese momento, cuando niño, que comprendí que en mi adultez observaría a otros niños ser niños y trataría de recordar mi infancia. Fue en ese tiempo, desde luego, que comí, grité, jugué, lloré, reí, retocé y corrí como solo un niño puede hacerlo. Y entonces, fue desde esa exacta vez cuando decidí que nunca crecería. Fue en ese preciso instante que me propuse seguir siendo niño hasta mi muerte. Es ahora, cuando adulto, que río, como, grito, canto, bailo, juego y amo. Es ahora, cuando adulto, que soy niño.

2 comments:

Miguel Aram said...

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Miguel Aram said...

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