Wednesday, December 19, 2007

Los labios de estrellas.

Héctor Rodríguez

a Dalila.


Te observé todas las noches. Una tras otra. Nunca tan radiante como ahora. Me gustaba actuar el papel del que intenta hacerse el interesante. Te aparecías así nomás y el momento se llenaba de ti. Ahogabas el aire con esa risa que no alcanza a distinguir elegancia alguna, desparpajada y naturalmente contagiosa. Intentaba evadirla solo para darme cuenta que en efecto nunca lograba hacerlo del todo. Me convertí en un total adicto a esas carcajadas sublimes que te hacen contraer todo tu cuerpo mientras cierras en intermitencias esos ojos que a cualquiera hipnotizarían. Destiné entonces la energía de la razón, mi razón, rumbo al encuentro de la tuya. Había luna, y algunas estrellas. El intercambio de argumentos se preveía interesante, apasionado, sin embargo ninguno de los dos habló. Nos miramos fijamente. Yo estaba congelado; tu entera, hermosa, completa. Acudí primeramente a tu cabello. Mi voz se perdió en diez mil rizos imposibles que la gravedad de esa noche mantuvo perfectos. Fue entonces cuando me pregunté sobre la posibilidad de irme a vivir a tu cabello. Ahí no tendría frío, jamás. No tendría necesidad de enamorarme de nadie más, solo de tu cabello. Imaginé construir una ciudad ahí. Una ciudad solo para mí y para ti, sin gente, sin nada. Solo nosotros. Regresé. Seguías parada, observándome. Bajé un poco la vista y suspiré. Trataste de encontrarme en los barrancos donde había caído mi mirada, pero no lo lograste. Reincorporé el gesto y me arrojé sobre tus ojos. Inmensos e increíbles mares. Ahí estaba yo, inmóvil, parado frente a ti y totalmente sumergido en su apoteósica belleza. Vi el mundo como tu. Me observé parado frente a ti, desde muy dentro de ti. Traté de descifrar lo que sentías al verme, pero nunca logré atinar exactamente que era eso específico. Me observé temblar en pequeños espasmos, y supe que no era frío el que tenía, sino amor. De ese amor del que te enamoras. Seguí un rato más dentro de tus ojos, descifrando la química de su mirada insondable. No pude con semejante empresa. Tuve que regresar. Una vez en mi lugar, el viento nos reanimó. Seguíamos sin decir palabra alguna, los dos, como si quisiéramos entregarnos el uno al otro en un abrazo sin medida, inconmensurable, que nos rebasara a ambos. Volví a suspirar. Sonreíste un poco. Esa sería la señal para mi siguiente intento. Floté hacia tus increíbles labios… iba directo hacia ellos, cuando me di cuenta de que ambos, inferior y superior, eran de estrellas. No entendía exactamente que significaba eso, pero aún así proseguí. Y es que no podía dar marcha atrás. Me impacté en esa luz de tu boca, de comisuras como ningunas, repletas de vida, de sangre; hinchadas de astros… Ahí comprendí que ese lugar era mi casa. Tus labios se convirtieron, en ese preciso momento, ni un segundo antes, ni una centésima después, en mi hogar. Entonces los guardé en mi ser. En mi memoria desgastada. En mi cuerpo. En mi entera existencia. Guardé tus labios para que nadie los robara, nunca jamás. Y ahí viví. Y ahí vivimos, los dos. Porque supimos desde ese preciso instante que nadie podría arrebatarnos ni ese lugar, ni ese momento. Y cuando nos perdimos el uno en el otro, entendimos que ello era lo que siempre habíamos buscado. Los dos fuimos estrellas. Los dos fuimos perfección.

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