Apuntes para leerse en voz alta frente al espejo.
México es un país de hartos contrastes, o al menos eso es lo que a mí
me grita la realidad en la cara. Somos ya 112 millones 336 mil
especímenes de todos los colores, clases sociales y costumbres los que
día a día continuamos el viaje sicodélico de una existencia definida -
antes que todo-, por nuestra mexicanidad; una muy singular. Estoy
convencido de que nuestro temperamento nacional cabe perfectamente en el
dicharacho del “chile, mole, pozole”: caricaturesco, alegre,
pintoresco, irreverente, creativo y luchón; perfecto todo ello si no
fuera porque igualmente cargamos pesados morrales llenos de complejos.
Rugimos
un “¡Viva México cabrones!” con el pecho hinchado, pero el himno
nacional lo canturreamos mocho y hemos convertido a Massiosare en un
soldado indeseable. Nos da güeva saludar a la bandera y se nos hace
poco práctico cualquier acto cívico. Esto es así, pero no tendría por
qué ser tan terrible. Hoy, el mexican power es una mezcla de influencias foráneas y tradiciones locales; una especie de spanglish
actuado. Vivimos en la constante fantasía de la ilusión y el eslogan
publicitario, y estemos de acuerdo o no, nos aburren las formalidades de
la patria y nos entretiene la inmediatez del technicolor. De ahí que la estridencia de la fiesta nacional este bicentenario “más-uno” sea nuevamente solo eso: mero escándalo.
Vivan
los mexicanos, pues. Vivan a pesar de México, diría yo. Y es que muy
aparte de cualquier conmemoración o pachanga mariachera, ser ciudadano
de esta nación pareciera significar un festejo en sí mismo, una especie
de celebración interminable, amenizada por las libertades, placeres y el
caos propios del punk ochentero, solamente interrumpida por la clase de
problemas que podrían arruinar la juerga de un viernes por la noche.
Es esta celebración de nuestra identidad un espectáculo ciertamente
contradictorio, un circo, con orígenes que van más allá del libro de
texto.
Como descendientes directos del mestizaje estaría
bueno comenzar a comprender que nuestra historia es mera fatalidad -una
relatada con tramposa nostalgia-, y que gracias a ello nos hemos
identificado con los vencidos, no con los vencedores, siendo nuestro
pueblo producto de ambos. Decimos que llegaron los españoles y “nos
conquistaron”. ¿Por qué nos llamamos solo conquistados si también somos
conquistadores? ¿Acaso no debemos prácticamente nuestro “look” y
cultura al acto globalizador de Colón? Por eso escribo y lees en
español, y por eso nos llamamos Carlos, Rodrigo, Fernando y nos
apellidamos Rodríguez, Hernández o Pérez.
El “mejicles”,
el “barrio”, el “carnal”, no es más que la clara demostración de una
individualidad fraternalmente atormentada. Hemos hecho de la tragedia
una broma; nos burlamos de nosotros mismos, de la muerte; señalamos con
humor negro cualquier corrupción o acto de injusticia, aceptamos el
destino con resignación y seguimos adelante con la desesperanza y enojo
al mínimo cuando aceptamos que “no hay de otra” o que “hay que seguir
chingándole”. Nos gusta hacer pero que no nos hagan, y la agarramos
contra el extranjero cuando viene y hace en nuestro país lo que no puede
en el suyo, pero ni chiflamos cuando deja su lana al turistear. Le
cantamos las mañanitas a la Virgen y le encargamos milagritos a
infinidad de santos, solo “pa’ asegurar que las cosas sucedan como Dios
manda”. He ahí la cosa muchachos: si nos va bien es producto del
esfuerzo propio y la ayuda del cielo y los ángeles; si se nos nubla de a
feo, es pura mala suerte, o la mala fe del vecino.
He
leído antes que somos un pueblo infantil. Esto es casi cierto, al menos
para el que esto escribe. El infante tiende al egocentrismo, al
jugueteo permanente y a la posesividad. Un niño no es libre, no es
independiente. Cuando repetimos el “¡Viva!” después de la letanía que
nuestros gobernantes berrean cada 16 de septiembre, lo hacemos como
hipnotizados por una pasión nacionalista que podría comparar con el amor
del fanático por el futbol. Ahí está la vibra, cierto, pero un fan del
fut no necesariamente juega el deporte, así como un gritón que festeja
a la patria en su cumpleaños no es necesariamente un ciudadano
ejemplar, digamos hmmm… en el sentido ético del término.
Pero
esta colección de formas de ser es solo una mancha en el enorme espejo
en el que diariamente el mexicano ensaya su diario reflejo. Porque no
somos una imagen, o un color, sino todo el espectro alrededor, y si de
algo podemos presumir es de poseer “galleta” para reinventarnos. Hay
considerable raza que lo cree y ahora trabaja por algo mejor. Estamos
aprendiendo a vernos como verdaderos carnales y no solo a llamarnos así
entre extraños. Cada vez somos más los que cantamos Las Golondrinas a
la idea una identidad nacional definida a partir de un estereotipo o
modelo mental. Hay que cantarlas, no cabe duda. Esta rola es el
soundtrack de todos y cada uno de los proyectos en marcha que apuestan
por la energía renovable, el reciclaje, la participación de todos en la
política, la repartición igualitaria del baro, la no discriminación, la
justicia, y la puesta en marcha de una consciencia colectiva bien
afinada en todas nuestras acciones y decisiones como pueblo.
Estoy orgulloso de ser mexicano. Veo más allá de todos nuestros traumas y lastres a 29.7 millones de jóvenes
que tienen la oportunidad de generar un cambio real en las formas de
ser y pertenecer a México. Es la cuarta parte de la población nacional
la que se ubica en la zona de penal para meter el gol decisivo. Son
jóvenes y mexicanos los que se encuentran rearmando el rompecabezas
social y cultural, demostrando su poder como agentes de cambio político,
económico y ambiental, con propuestas viables y originales que sirven
de ejemplo e inspiración a todos los que nos hemos acostumbrado a
rendirle tributo al “ahí se va”. Son ellos la raza que ahora saca su
banderita cada 16 de septiembre para demostrar que la independencia no
debe ser más la kermesse de un hecho histórico á lá cómic, sino una convicción personal; un estado de la mente, con tequila y güaco integrado. Son ellos a los que el maese Cantinflas diría: “¿no que no, chatos?”
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