Thursday, September 08, 2011

¿La independencia de quién?


Apuntes para leerse en voz alta frente al espejo.

México es un país de hartos contrastes, o al menos eso es lo que a mí me grita la realidad en la cara.  Somos ya 112 millones 336 mil  especímenes de todos los colores, clases sociales y costumbres los que día a día continuamos el viaje sicodélico de una existencia definida - antes que todo-, por nuestra mexicanidad; una muy singular.  Estoy convencido de que nuestro temperamento nacional cabe perfectamente en el dicharacho del “chile, mole, pozole”: caricaturesco, alegre, pintoresco, irreverente, creativo y luchón; perfecto todo ello si no fuera porque igualmente cargamos pesados morrales llenos de complejos. 

Rugimos un “¡Viva México cabrones!” con el pecho hinchado, pero el himno nacional lo canturreamos mocho y hemos convertido a Massiosare en un soldado indeseable.  Nos da güeva saludar a la bandera y se nos hace poco práctico cualquier acto cívico.  Esto es así, pero no tendría por qué ser tan terrible.  Hoy, el mexican power es una mezcla de influencias foráneas y tradiciones locales; una especie de spanglish actuado.  Vivimos en la constante fantasía de la ilusión y el eslogan publicitario, y estemos de acuerdo o no, nos aburren las formalidades de la patria y nos entretiene la inmediatez del technicolor.  De ahí que la estridencia de la fiesta nacional este bicentenario “más-uno” sea nuevamente solo eso: mero escándalo.   

Vivan los mexicanos, pues.  Vivan a pesar de México, diría yo.  Y es que muy aparte de cualquier conmemoración o pachanga mariachera, ser ciudadano de esta nación pareciera significar un festejo en sí mismo, una especie de celebración interminable, amenizada por las libertades, placeres y el caos propios del punk ochentero, solamente interrumpida por la clase de problemas que podrían arruinar la juerga de un viernes por la noche.  Es esta celebración de nuestra identidad un espectáculo ciertamente contradictorio, un circo, con orígenes que van más allá del libro de texto. 

Como descendientes directos del mestizaje estaría bueno comenzar a comprender que nuestra historia es mera fatalidad -una relatada con tramposa nostalgia-, y que gracias a ello nos hemos identificado con los vencidos, no con los vencedores, siendo nuestro pueblo producto de ambos.  Decimos que llegaron los españoles y “nos conquistaron”.  ¿Por qué nos llamamos solo conquistados si también somos conquistadores?  ¿Acaso no debemos prácticamente nuestro “look” y cultura al acto globalizador de Colón?  Por eso escribo y lees en español, y por eso nos llamamos Carlos, Rodrigo, Fernando y nos apellidamos Rodríguez, Hernández o Pérez.

El “mejicles”, el “barrio”, el “carnal”, no es más que la clara demostración de una individualidad fraternalmente atormentada.  Hemos hecho de la tragedia una broma; nos burlamos de nosotros mismos, de la muerte; señalamos con humor negro cualquier corrupción o acto de injusticia, aceptamos el destino con resignación y seguimos adelante con la desesperanza y enojo al mínimo cuando aceptamos que “no hay de otra” o que “hay que seguir chingándole”.  Nos gusta hacer pero que no nos hagan, y la agarramos contra el extranjero cuando viene y hace en nuestro país lo que no puede en el suyo, pero ni chiflamos cuando deja su lana al turistear. Le cantamos las mañanitas a la Virgen y le encargamos milagritos a infinidad de santos, solo “pa’ asegurar que las cosas sucedan como Dios manda”. He ahí la cosa muchachos: si nos va bien es producto del esfuerzo propio y la ayuda del cielo y los ángeles; si se nos nubla de a feo, es pura mala suerte, o la mala fe del vecino. 

He leído antes que somos un pueblo infantil.  Esto es casi cierto, al menos para el que esto escribe.  El infante tiende al egocentrismo, al jugueteo permanente y a la posesividad.  Un niño no es libre, no es independiente.  Cuando repetimos el “¡Viva!” después de la letanía que nuestros gobernantes berrean cada 16 de septiembre, lo hacemos como hipnotizados por una pasión nacionalista que podría comparar con el amor del fanático por el futbol.  Ahí está la vibra, cierto, pero un fan del fut no necesariamente juega el deporte, así como un gritón que  festeja a la patria en su cumpleaños no es necesariamente un ciudadano ejemplar, digamos hmmm… en el sentido ético del término. 

Pero esta colección de formas de ser es solo una mancha en el enorme espejo en el que diariamente el mexicano ensaya su diario reflejo.  Porque no somos una imagen, o un color, sino todo el espectro alrededor, y si de algo podemos presumir es de poseer “galleta” para reinventarnos.  Hay considerable raza que lo cree y ahora trabaja por algo mejor.  Estamos aprendiendo a vernos como verdaderos carnales y no solo a llamarnos así entre extraños.  Cada vez somos más los que cantamos Las Golondrinas a la idea una identidad nacional definida a partir de un estereotipo o modelo mental.  Hay que cantarlas, no cabe duda.  Esta rola es el soundtrack de todos y cada uno de los proyectos en marcha que apuestan por la energía renovable, el reciclaje, la participación de todos en la política, la repartición igualitaria del baro, la no discriminación, la justicia, y la puesta en marcha de una consciencia colectiva bien afinada en todas nuestras acciones y decisiones como pueblo.  

Estoy orgulloso de ser mexicano.  Veo más allá de todos nuestros traumas y lastres a 29.7 millones de jóvenes  que tienen la oportunidad de generar un cambio real en las formas de ser y pertenecer a México.  Es la cuarta parte de la población nacional la que se ubica en la zona de penal para meter el gol decisivo.  Son jóvenes y mexicanos los que se encuentran rearmando el rompecabezas social y cultural, demostrando su poder como agentes de cambio político, económico y ambiental, con propuestas viables y originales que sirven de ejemplo e inspiración a todos los que nos hemos acostumbrado a rendirle tributo al “ahí se va”.  Son ellos la raza que ahora saca su banderita cada 16 de septiembre para demostrar que la independencia no debe ser más la kermesse de un hecho histórico á lá cómic, sino una convicción personal; un estado de la mente, con tequila y güaco integrado.  Son ellos a los que el maese Cantinflas diría: “¿no que no, chatos?”


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